Después de dos meses y medio, el viajero sale al encuentro de la 'libertad' natural. La vida parece que regresa, con el acontecer del tiempo, a sus orígenes, a la tierra de la que llevamos un puñado escondido en un rincón de nuestro corazón. Esta mañana de domingo, soleada y calurosa, pone rumbo a La Ribera, que ahora llaman Los Arribes del Duero, donde el río hace de frontera entre España y Portugal. Es dejar atrás dos meses y medio de confinamiento, de vivir entre cuatro paredes -cosas obligadas de la pandemia por el coronavirus- y salir al encuentro de la naturaleza rural. Es pasar por esos pueblos solitarios de la Salamanca vaciada. Pueblos fantasmas sumergidos en su soledad. De vez en cuando alguna persona de edad aparece como espectro por las esquinas donde se escucha el silencio. Qué ejemplo. Ellos y ellas, pocos y ausentes, miran al viajero como un extraño. Ellos y ellas, qué ejemplo, caminan encorvados protegidos por una mascarilla. Todos, la decena con la que se cruza llevan esta nueva prenda que, parece, ha venido para quedarse. Ellos y ellas, que viven en pueblos bandonados, libres de virus, limpios y de aire puro, dan ejemplo a los urbanitas de cómo debe hacerse este proceso de desescalada.
El campo, frondoso tras una primavera de mucha agua en soledad, parece el antecedente, con su hermosura de flores e hierbas silvestres, de lo que puede avecinarse si el verano viene cálido. Los incendios. Trabajo tienen las brigadas regionales y provinciales de limpieza obligada y previsora. En este campo florido asoman su hocico piaras de jabalíes, algún que otro corzo y muchas raposas. La naturaleza recobra su hábitat perdido. Todo vuelve a los orígenes.
El viajero avanza por el Campo de Ledesma -dejando a la derecha el embalse de Almendra, casi lleno donde se atisban en la lejanía varios pescadores- para adentrarse en La Ramajería. Más pueblos, Almendra, donde una mujer carda sus canas al sol en el poyo de la puerta- y Trabanca, silencio y soledad. Se adentra por lo que se conoce como la 'Mediatrabanca', ya en el término de Villarino de los Aires, puerta de La Ribera, donde el agua fluye entre arroyuelos donde crece salvaje la maleza. El viajero avanza en su soledad, entre predios y rocas acompañado por vacas y ovejas, alguna rapaz al acecho de su presa, y raposas que cruzan raudas el asfalto. Varios jabalíes huyen raudos al sonido del motor.
Llegado a Villarino atisba la realidad de esta España vaciada. Es el recuerdo del pueblo que fue y no es. Un par de vecinas, con mascarillas, caminan perdidas en el silencio de sus calles. Un pueblo fantasma, como la mayoría de esos pueblos de la España abandonada. Tan sólo recibe el saludo de una plaza mayor, antaño, a estas horas de mediado el día, llenas de hombres que resolvían sus cuitas a voz en el ágora local, de las obras que comienza el Ayuntamiento.
A la mente fluyen muchos recuerdos. Historias de un niño de antaño. De cuando los padres vivían y el pueblo respiraba el aire de sus mayores. Eran aquellos tiempos de Quico Florito, Amable, Luis Raúl, Paco Mamón, Juan Sánchez, Pablo Zamorano, Jaime el Herrero... y el padre José el Portugués. Cuando el pitillo quemaba entre lo labios, la boina calada y el 'marauz' -hierbabuena- colgada de la oreja, hablaban, discernían y resolvían sus asuntos bajo el árbol de la plaza. Las mujeres iban y venían, del comercio y la panadería, los niños corrían su aro y las niñas saltaban a la comba. Era la sangre de vida que fluía por un pueblo vivo. Ahora, todo es soledad, olvido y recuerdos que queman como brasas bajo las cenizas...
Carretera y manta. El silencio abrasa. El viajero emprende camino de La Ribera. Pereña en su agonía. Masueco queda atrás con algunos mayores, pocos, también mascarilla en la cara, tomando el sol de la mañana. Llega Aldeadávila de la Ribera, que denota más vida. Las terrazas reciben pequeños grupos de hombres que platican, beben su cerveza y miran al viajero -si antes una visita normal, ahora parece un extraño-. Sigue adelante por La Zarza y Barruecopardo, más soledad, más abandono, como también en Saucelle, de donde comienza el descenso al río Duero, Aldeaduero y la frontera con Freixo de Espada à Cinta por la presa de Saucelle. A media altura del tortuoso puerto se atisba una de las preciadas vistas de las laderas del otro lado de la raya que emergen plenas de vida y viñedos. El Duero camina cansino hacia su entrada en Portugal, y, abajo, en la sima del lecho, destaca Aldeaduero también envuelto en su soledad. El viajero se acerca hasta la frontera, que permanece cerrada a hierro y hormigón.
Media vuelta para hacer parada y fonda en la Quinta de la Concepción. Todo un lujo a un paso de los ríos Huebra y Duero. Un vergel de Posada Rural que se ha convertido en referente turístico, no solo de la zona de Arribes del Duero, sino también de la provincia. El viajero comparte mesa y mantel, pero también sobremesa, con la familia que integran Manuel Ángel, Montse y Gonzalo. Más allá de la exquisitez de los manjares que confeccionan en esta Posada -arroz con pollo como a la portuguesa, gazpacho, ensalada con productos propios y queso, y una crépe de chocolate para chuparse los dedos, regado todo con fresca limonada- se da paso a la tertulia. Recuerdos de antes y vivencias de ahora. Son muchos años de buena amistad, de intereses comunes en defensa de la tierra, como es el territorio del Duero, siempre dejado de la mano de Dios por dirigentes inoperantes... Es, sobre todo, la amabilidad que demuestran con sus huéspedes y ahora, como siempre, también con el viajero.
Se hace tarde y comienzan a retumbar los cielos. El viajero emprende el regreso a la ciudad. Por el camino, una fuerte tormenta es su fiel compañera hasta el destino. Atrás quedan recuerdos, vivencias, realidades y deseos de un futuro mejor para esta comarca vaciada, aunque más bien abandonada, ay!