Javier A. Muñiz / ICAL
Al paso ligero del intrépido caminante que se adentra, mochila al hombro, en el corazón de Las Quilamas, resuena un leve repicar, como en tonos metálicos, advirtiendo acerca de la suave brisa que, atemporal, navega en libertad por la Sierra de Francia (Salamanca). Delante, dos regias sillas le invitan a sentarse y a detener consigo el tiempo, incluso a hacerlo retroceder. Frente a sí, la recóndita belleza del paisaje serrano y una privilegiada perspectiva del ‘skyline’ de un pueblo, San Esteban de la Sierra, escondido entre verdes y frondosas peñas, que presta su inspiración más sugerente a los ocho alumnos de Bellas Artes que, durante dos semanas, realizan allí una inmersión artística.
No son ocho estudiantes al azar. Son los ganadores de los Premios San Marcos de la Facultad de Bellas Artes y tienen por delante una estimulante misión: dejar su impronta artística en la provincia salmantina. Para ello, cuentan, eso sí, con el empuje y la financiación de la Diputación de Salamanca que, a través de su Área de Cultura, decidió becar, y dejar a hacer, a los mejores de su promoción. Con ellos, dos profesores que tutorizan el proyecto: Aquilino González, quien les enseña escultura, y Juan Sebastián González, maestro pintor. Así, María Martín, Kevin Prieto, Rodrigo Díaz, Alicia Prieto, Verónica Alvez, Germán Domínguez, Elena Pérez y Mario Valle hacen su particular ‘mili’ en la montaña.
El resultado final, como comenta a Ical Aquilino González, es una ruta y “casi un ecoproyecto”, un modesto espacio museístico que convive, como pidiendo permiso, con la vasta naturaleza que desborda la zona. “El espectador puede pasear, ver el pueblo desde una perspectiva muy bonita y, al mismo tiempo, ser evocado por unas piezas muy sutiles, y muy bien integradas, en las que no hay nada fuera de contexto. No queremos llamar la atención, ni que el arte contemporáneo sea la cosa primaria en este lugar, sino que sea la naturaleza la que se incorpore a la obra”, resume el otro profesor, Juan Sebastián González.
Proceso creativo
Antes de coronar el pastel con la guinda, los diez de San Esteban, tutores y estudiantes incluidos, recorrieron paso a paso un arduo proceso creativo que, según explican, les llevó por diferentes etapas bien diferenciadas. La primera, desechar toda idea preconcebida y todo plan de acción elaborado antes de arribar a terreno firme. Nada de lo que salió de las aulas, se pudo llevar al bosque. “Los alumnos trajeron unas ideas que se desmontaron por completo al llegar, porque aquí ocurre otra cosa completamente distinta. Hemos cambiado conceptos y materiales. Hemos venido con las manos en los bolsillos y nos ha tocado aprender a buscarnos la vida”, comenta Aquilino.
Ningún problema. Ya allí, desde el cuartel general de operaciones, un espacio en la plaza gentilmente cedido por el Ayuntamiento y que los alumnos apodan ‘la nevera’, a saber por qué, el equipo comenzó a trabajar en nuevas ideas y nuevos conceptos desde cero. Pienso, y luego actúo. Si la intención era crear algo para enriquecer el pueblo, concluyeron debían conocerlo bien. Empaparse de su tradición y de la idiosincrasia de sus gentes. Así que iniciaron una detallada labor de documentación mediante entrevistas a los lugareños. Así conocieron, entre otros usos y costumbres, la huella del bordado serrano como máximo exponente de la expresión artística autóctona. Ya tenían algo.
De forma paralela, la idea de intervenir en la naturaleza imantaba el proyecto de tal manera que resultó absolutamente irrenunciable. El entorno era demasiado atractivo como para ignorarlo. Desecharon trabajar en la casa del cura, epicentro cultural del municipio, y se fueron al campo. Una vez allí, la labor se endureció y hubo que tomar ‘las armas’. “Ya no solo se trataba de realizar una obra de arte contemporáneo, sino de abrir una ruta nueva que no existía en los alrededores del pueblo”, matiza el profesor de escultura. Fue una de las claves del proyecto. Así que el equipo abrió un paso inexistente para generar un nuevo sendero en la zona conocida popularmente como ‘El Atajo’.
Inmersión extrema
A las 6.30 horas tocaban diana. Desbrozadora en mano, alumnos y profesores se dedicaron cada mañana a limpiar la zona de maleza para convertir en realidad su ecoproyecto, su pequeña ruta artística en homenaje a la tradición serrana. Su voluntad y determinación fue importante pero, según reconocen con insistencia, la colaboración e implicación de los lugareños resultó decisiva. “La gente se ha volcado. Sin su ayuda, habríamos tardado más de un mes en hacer este trabajo”, apostilla Aquilino. Presente, Luis, el alguacil del pueblo, maneja el ‘dumper’ por los intrincados caminos del Picuruche como quien baja al centro en patinete. Luis ejecuta y asesora. El cariño que se ha granjeado entre sus visitantes es notable. “¡Venga Luis, ponte en la foto!”, le imploran.
Sin duda, la integración en el lugar es otra de las claves de este proyecto impulsado por La Salina en la provincia salmantina. “Ha sido muy fácil porque la gente del pueblo es muy abierta. En cualquier sitio te invitan a tomar algo. A veces, incluso era difícil, porque querían invitarte a estar con ellos todo el tiempo, pero teníamos que trabajar”, comenta Kevin a Ical. Mientras, Elena recuerda con Mario que durante las entrevistas siempre les ofrecían algo de comer y, por supuesto, un poco de anisete típico de la zona. “Por la noches íbamos con la guitarra a la plaza y cantábamos todos juntos con la gente joven del pueblo”, recuerda. Parece que además de pasar por San Esteban de la Sierra, San Esteban de la Sierra pasó también por ellos.
La instalación
Una vez terminado el trabajo de limpieza del monte para abrir la nueva ruta, tocaba plasmar las ideas. Llevar el arte contemporáneo a la naturaleza. Parte de la obra, según explica Juan Sebastián, reside en la cuidada señalética que indica a lo largo del sendero lo que el espectador, el caminante aventurero, está en disposición de descubrir. Además, cuenta con un logotipo específico diseñado para la ocasión. Por otro lado, como la reutilización es indispensable cuando se habla de un ecoproyecto, las maderas encontradas por la zona se convirtieron en nuevos bancos decorados a fin de contemplar los espectaculares paisajes “desde otro punto de vista”.
Una de las piezas centrales, según explican los alumnos, es una instalación que se compone de un puñado de dedales adheridos a la rama de un árbol. El aire los convierte en una pieza sonora que llama la atención de quien sigue el sendero. Los dedales representan, no solo el ancestral arte del bordado serrano, sino el zurcido cotidiano que las mujeres realizaban otrora en ese mismo lugar. “Sabemos por las entrevistas que aquí venían a lavar la ropa y que, muchas veces, se sentaban a remendar las prendas rotas”, confirma Kevin. De hecho, la obra se completa con dos sillas de hierro, diseñadas por ellos y forjadas por una empresa autóctona, con las que buscan que “el espectador pueda hacer una pausa y retomar esa conversación con la historia”, según argumenta el profesor de pintura.
En la parte final del sendero, donde arranca el Camino del Río Arriba, se insinúa la última de las obras. Según explica Elena, son varios postes de madera que, al acercarse, permiten leer frases textuales extraídas de las entrevistas con la gente del pueblo. “Son testimonios anónimos sobre este camino, el bordado serrano y otras labores que se enseñaban en la escuela”, puntualiza. En síntesis, son piezas sutiles que “no distraen la atención” del camino. “Lo importante es que esta parte del pueblo, menos promocionada, se realce”, según Kevin. Elena añade que la rehabilitación del sendero y su recreación como espacio museístico debe servir para “proporcionarles una zona turística que pueda alzar y publicitar a San Esteban de la Sierra”.
Lecciones de arte
Como no deja de ser una experiencia lectiva en un entorno educativo, los estudiantes destacan todo lo aprendido. Mario, por ejemplo, se lleva “todas y cada una de las formas de trabajar de los demás” y se queda con la manera de ayudarse los unos a los otros. “Saber escuchar, saber ceder, adaptarse tanto al grupo como a la zona. Saber qué puedes aportar y qué te puedes llevar. Me han gustado mucho los testimonios de la gente sobre cómo era el pueblo, qué se hacía, qué se trabajaba y todas esas indicaciones han sido un pilar fundamental”, valora.
Elena, por su parte, valora asimismo el proceso de creación colectiva. “El arte suele centrarse en algo muy individualista pero, ahora mismo, lo colaborativo está muy en auge. Por eso son muy necesarias estas prácticas. En grupo nos aportamos mucho más y aprendemos un montón. Y del pueblo también hemos aprendido otras formas de hacer”, manifiesta. En esa misma línea, Kevin agradece la experiencia de inmersión. “El simple hecho de integrarte, conocer a la gente del pueblo y que te cuenten aunque sea un cotilleo que no tiene nada que ver con el trabajo, hace que te involucres mucho más. Ha sido bastante enriquecedor”, reconoce.
Además de la obra permanente, que ya forma parte del paisaje, existe otra parte más efímera que está reservada a los más astutos y avezados visitantes. El simple hecho de utilizar materiales respetuosos con el medio ambiente hace que algunas pinturas, por ejemplo, no vayan a aguantar la llegada del frío y de la lluvia. Eso les confiere el encanto de lo fugaz y además premia a los espectadores pioneros. Sin embargo, para que nada quede en el olvido, el grupo elaboró un trabajo paralelo de documentación exhaustiva sobre todo lo acontecido. Cada paso quedó registrado gráficamente y atestiguado por taquígrafos. Su intención última es editar una memoria en papel que quede para los anales y sirva para explicar al mundo cómo una decena de artistas, unos en ciernes y otros con solera, se echó al monte en pleno mes de julio y dejó tras de sí un valioso legado que pervivirá para siempre.