Cristina Fuentes Núñez / ICAL

Entrar y respirar los olores del pienso y de los restos de las herramientas del campo que aún se almacenan en la entrada. Escuchar el crujido de las escaleras de madera que separan cada piso, cada vez más empinadas. Admirar los colores de los recuerdos: paños antiguos con el tradicional bordado serrano, fotografías de los abuelos en blanco y negro y de una niñez muy feliz.

Así fue la casa de los abuelos de Saturnino Hoyos, más conocido en el pueblo como Satur Juanela. Es la casa en la que él mismo nació y se crio y, que hoy es un museo, una auténtica ‘máquina del tiempo’ que hace retroceder varias décadas. Hace unos años, él y su mujer Mari decidieron recuperarla en homenaje a una forma de vida que ya es historia. Es, de hecho, la única de toda La Alberca que permanece con la distribución y el mobiliario de la época, que datan del siglo XVIII.

Cuatro plantas en las que una familia tenía todo lo necesario para vivir en un espacio construido a lo alto por las condiciones de la Sierra. Destaca el aprovechamiento de los recursos de la zona, porque las casas de La Alberca se caracterizan por tener un armazón de madera de castaño, el árbol por excelencia de la zona.

Animales: calor y alimento



La casa cuenta con dos entradas: una batipuerta para la vivienda y otra más amplia para los animales, que tenían su propia cuadra dentro de la casa ocupando toda la planta baja. Había dos cerdos, una mula, tres o cuatro cabras, una vaca lechera y más de diez gallinas, todos juntos. Esta cuadra tiene un doble techo con un pajar para almacenar la comida para los animales. “La casa albercana, a la vez que servía de vivienda tenía que servir de almacén de alimento”, recuerda Satur. De hecho, añade que cuando era pequeño “parecía más un granero que una vivienda”. También aprovechaban ese espacio para resguardar sus pertenencias de valor en la tinaja del oro, una pequeña ‘caja fuerte’ que tenían todas las casas en la cuadra.

Los animales tenían un papel fundamental en aquella vida: no solo servían de alimento, también eran una fuente indispensable de calor gracias a la cual la casa se mantenía caliente en una sociedad en la que no existían la electricidad, la calefacción ni el agua corriente. Dado que el agua venía de la fuente del pueblo, la higiene también era diferente: “No había cuarto de baño, nos bañábamos en un balde una vez a la semana los sábados porque el domingo se iba limpio a misa”.

La sala de diario y la sala buena



Después de subir las escaleras, en la segunda planta se encuentran la sala y las alcobas, justo encima de los animales para recibir su calor. Había una clara distinción entre lo que llamaban la sala de diario y la sala buena. La primera, mucho más humilde, era donde la familia dormía habitualmente compartiendo el espacio sobre unos colchones de hoja de maíz. Satur aclara en ese sentido que “no eran importantes los espacios ni la cama, más importante era la despensa llena de alimentos para pasar el año”.

Esta estancia, justo encima de la cuadra, tenía una grieta de unos dos centímetros en el suelo -ya arreglada- por la que subían los vahos de los animales, que formaban parte de los olores normales de la casa. También los del orinal con sus necesidades, que permanecía toda la noche bajo la cama hasta por la mañana. En ese momento se vaciaba en la cama del ganado y, mezclado con los excrementos de los animales y las hojas de árbol, se fabricaba el estiércol para fertilizar los campos. Máximo aprovechamiento.

La sala buena, al otro lado de la casa, también tenía una alcoba que “parece una suite” en comparación con las de la sala de diario: aquí el colchón es de lana y está cubierto con sábanas de lienzo. Esta cama solamente se utilizaba cuando ocurría algo bueno o algo malo dentro de la familia. Por ejemplo, cuenta Satur, él mismo nació ahí en un época en la que se paría en las casas, e incluso sus abuelos fallecieron en ese lecho.

La decoración de esta sala buena también distaba mucho de la otra: arcones de madera para guardar las ropas de serrano y la ropa de fiesta. Y, cómo no, el centro de mesa con el típico bordado de la zona, que no faltaba en ninguna casa albercana. En el techo, muchas cestas de distintos materiales y, en la esquina, una pequeña despensa de alimentos conocida como noque, dedicada a almacenar patatas y garbanzos y alubias en tinajas.

El corazón de la casa



Ya en la tercera planta se encontraba la cocina, el sitio más importante de las viviendas de la zona. Según explica Satur, era tan peculiar que no tenía chimenea: “El humo en la vida del albercano era un bien preciado, servía para secar las castañas y ahumar los embutidos, las dos riquezas que había en el pueblo”. La cocina era donde hacían vida, al calor del fuego. De hecho, allí todavía se puede ver el calvochero, un asador de castañas que se ponía al fuego con un paño húmedo, de manera que con la condensación, estas quedaban blandas. En una esquina queda la pequeña mesa con los platos de madera en los que se vaciaba el puchero y toda la familia comía del mismo cuenco.

En esta misma planta se encontraba también el campo casa, la sala a la que iba a parar todo el fruto recogido del campo, que se subía las tres plantas y se distribuía después por los rincones de la casa. Al otro extremo de la vivienda, con unas vistas espléndidas de la Sierra, el saladero, que servía para hacer la matanza. Allí, después de subir al cerdo ya muerto, dejaban enfriar la carne para después picarla con la máquina. Una vez hecha la mezcla de sal, ajo y pimentón en las artesas de castaño, y con las tripas limpias, se hacían los embutidos. El último paso era colgarlos en el techo de la cocina para tener cerca de 20 días de humo, y una vez ahumados, se guardaban en una pequeña despensa.

El pan, los domingos



Con una nueva subida llega el techo de la casa, una buhardilla más conocida como sobrao. Allí se encuentra el horno, precisamente aprovechando el tejado para la salida de humo. Hasta esa cuarta planta subía el trigo a cuestas la abuela de Satur los días de misa para hacer el pan, que “no se ponía duro porque se hacía de producto natural”. Y para aprovechar el calor del horno, también elaboraba los dulces típicos de la zona: perrunillas y turroletes, que iban a parar a las bocas de los más golosos.

Una forma de vida que, por suerte o por desgracia, ha desaparecido, pero que todavía queda en la memoria de los albercanos y ahora en esta ‘máquina del tiempo’. Una vida sin extravagancias, viviendo con lo justo y trabajando mucho, pero muy feliz.