Recoger, o apañar -como dice por La Ribera salmantina- aceitunas, es uno de los oficios más duros del campo, no tanto por el esfuerzo, que lo tiene, sino por la época en que se realiza, con los fríos y las escarchas de diciembre que, antaño, producían sabañones en las manos. Un trabajo que se pierde, con el abandono del campo y de los pueblos, aunque surjan nuevas cooperativas, jóvenes emprendedores que quieren quedarse en sus pueblos y recuperar los beneficios del 'oro líquido'.
Vayamos al esfuerzo del labrador y al milagro de la Naturaleza, que han producido su fruto, y hay que recogerlo. Higos, uvas, aceitunas, casi todos los productos del campo tienen su recolecta. La de la aceituna es digna de ser recordada, por lo que significó en nuestras vidas, y para que las próximas generaciones sepan cómo era la forma de vivir de sus mayores. Cuando el trabajo es duro y penoso, pero inevitable, lo mejor es intentar hacerlo con alegría, hacer de las penalidades una fiesta. Esto es lo que ocurría con la recolección de la aceituna. Cuando está madura, en pleno invierno, con la humedad de la lluvia y la nieve y la niebla, con la escarcha o el carámbano pegado al fruto y al suelo, hombres y mujeres se disponían a la recolección, los hombres vareando y las mujeres y niños recogiéndolas.
Otro cantar que no afina bien
Una labor que se pierde en el tiempo y, hasta hace pocos años, su recolección era meramente manual. Ahora nuevas máquinas sacuden las olivas. Es otro cantar que no afina bien. Antaño, y aún hoy en los pueblos rayanos, de este lado y del otro, el primer oficio es varear la aceituna de las olivas. Desde el suelo o subidos al olivo, las ramas se agitan con varas más o menos largas, llamadas varales. La aceituna cae al suelo con un sonido peculiar, sordo. Si el fruto está maduro cae bien. Si aún le falta un poco, cuesta más y sufre, no sólo el brazo del vareador, sino también la propia oliva, que tiene que recibir más fuertes varapalos. En el suelo se colocan lonas y 'ropas' conocidas también como arpilleras, donde cae la aceituna. Este método tiene la ventaja de recogerlas bastante limpias. La aceituna de las 'ropas' se pasa más rápidamente por la limpia, al lanzarla al aire para quitarles las hojas, las piedras, trocitos de musgo o ramas, que se puedan colar.
El cambio de rutina en el acontecer de los pueblos
En esos días el pueblo cambiaba su rutina. Desde muy temprano las mujeres corrían para hacer la compra, las sopitas del almuerzo, la merienda para el campo y realizar los trabajos de la casa. En alpargatas o descalzas andaban alegres, porque había llegado el momento de ganar unos reales para pagar lo que debían al comercio, quizás sobrase para comprar alguna 'cosina' que les hacía falta a los mozos y mozas casaderas.
La jornada era de sol a sol, y si el día estaba nublado daban de mano cuando comenzaba a oscurecer. La mayoría de la cuadrilla iba andando, los hombres con las alforjas al hombro o a los lomos de los burritos, las mujeres con la talega de la comida, aunque a veces llegaban después con el rancho caliente. La faena estaba a dos o tres kilómetros del pueblo, o más, y el camino estaba lleno de obstáculos donde tropezar y regatos que saltar.
Los hombres, y alguna atrevida, vareaban las olivas canturreando algún romance o la picaresca rural. La cuadrilla de las mujeres recoge la aceituna caída. Las jóvenes a las puntas y las demás en el medio. Cada tres o cuatro mujeres compartían un cesto para ir echando las aceitunas, y cuando estaba lleno se vertían en un costal de lona. Había también dos personajes muy significativos: el acarreador y el manijero. El acarreador es el que llevaba las aceitunas que cogían las mujeres a la almazara o molino del aceite. Según lo alejado que esté el olivar de la molina, el acarreador tendrá que darse más o menos prisa. Las mujeres van llenando los costales, ahora los horribles cestos de goma, y cuando hay una carga completa, ya puede el acarreador cargar sus mulos y llevarlos a la molina. Allí descargaba los costales, echaba las aceitunas en la troje, ponía los costales vacíos encima de las bestias, y corriendo de nuevo al olivar pues convenía que no se le acumulasen los costales. Así, hasta llevar al molino de aceite todas las aceitunas recogidas en el día.
El trabajo era duro
El trabajo era duro y había que ir preparado. Las mujeres se ponían dos o tres pares de enaguas y dediles de bellota, para que no se les estropearan tanto las manos, y para que no se les helasen los dedos de frío. Cuando el día era muy gélido se hacía lumbre para que fuesen un momento a calentarse las manos.
A pesar de la dureza del trabajo, el ambiente era festivo, cualquier cosa se convertía en pretexto para formar alboroto, todo eran bromas y jolgorio. Si pasaba alguien por la calleja, se metían con él en tono jocoso, y si no había con quien meterse, cantaban unas preciosas canciones que nada más se entonaban en la recolección de la aceituna, y nunca durante el resto del año. Casi todas eran de picadillo, había muchas. Había mucha picaresca, todo en broma y acompañado de grandes risotadas. Si la canción no surtía efecto, siempre había la graciosa de turno que con la cabeza baja imitaba al búho, como si ya fuese de noche. Eso solía enfadar muchísimo al vareador, que lo consideraba como un insulto, y a veces para terminarlo de arreglar otra imitaba al lobo. y la guasa era completa.
Durante el día se cantaban otras canciones, alguna de ellas muy bonita:
La aceituna en el olivo,
si no la coges se pasa,
lo mismo te pasa a ti
si tu madre no te casa.
Y esta canción daba paso para cantar la más conocida copla, 'Apañando aceitunas':
Apañando aceitunas
se hacen las bodas,
y el que no va a aceitunas
no se enamora.
El inconfundible olor de la almazara
Con las trojes llenas, las almazaras estaban listas para empezar a moler y hacer el aceite. La pieza principal del molino eran los rulos de moler. En la base había una piedra de molino, redonda, de unos tres metros de diámetro, de 50 a 60 cm de gruesa, y con un agujero en el centro de donde salía un eje de acero. A ese eje iban cogidos dos o tres rulos, también de piedra de granito y en forma de cono, que iban dando vueltas sobre la base. Encima llevaba una torba donde se echaban la aceitunas, que irían cayendo por su propio peso a la base, y los rulos triturando y echando hacia afuera la pulpa. Esta caía a un canal que recorría la parte exterior de la piedra de la base y, de allí, empujada por una paletilla, que giraba también con los rulos, iba cayendo a un pilón.
Del pilón, la pulpa pasaba a unos capazos de esparto en forma de boina, con un agujero en el medio para permitir el paso del eje. Cerca del pilón había una prensa parecida a las que existen hoy para el vino, pero más grande. Era una plataforma de hierro de las mismas características que la base de los rulos, le salía un eje del centro del mismo diámetro que el agujero de los capazos.
La parte superior del eje tenía rosca: un molinero se colocaba al lado de la prensa y metía un capazo por el eje, otro molinero le iba dando calderos de borra, los vertía en el capazo, y con las manos iba llenando todo el círculo de la 'boina', lleno este le echaba un par de calderos de agua hirviendo por encima, metía otro capazo y así hasta llegar arriba. Después se colocaba una plataforma del mismo tamaño que los capazos encima, y unos tacos si hiciera falta. Se colocaba finalmente una tuerca, con un trinquete para que fuera girando a la derecha y no pudiera volver hacia atrás. Esta tuerca era movida por un madero en forma de palanca, que manejaban tres o cuatro hombres. Con toda su fuerza, empujando juntos hacían un primer prensado. La prensa rezumaba un líquido formado por agua, aceite y alpechín. Hacían esto por dos veces, se desmenuzaba después la borra u orujo, y se repetía el prensado de igual modo.
El líquido extraído por prensado iba a un depósito, llamado infierno, de metro y medio aproximadamente de profundidad, con un agujero en el fondo y una canalilla en el brocal. Allí se dejaba reposar hasta que subía el aceite arriba, e iba pasando a los depósitos contiguos a través de las canalillas. El molinero al cargo del infierno llevaba cuidado de que el alpechín no llegara nunca hasta arriba. Cuando quedaba poco para alcanzar el borde, se abría el agujero del infierno y saldría el negro alpechín por el regato para abajo. Como todos sabemos, el aceite pesa menos que el agua y siempre está arriba. Así, por diferencia de densidades iba pasando el aceite por arriba del primer al segundo depósito y de éste al tercero, hasta cubrirlos todos. El aceite ya depurado se llevaba a los depósitos de las bodegas o para las casas en garrafones, en caballería provista de aguaderas.
El rebusco
De aceituna venimos / venimos pocas, /
porque quedan en casa / las perezosas.
Antiguamente, muchas personas se dedicaban a recoger las aceitunas que quedaban en el suelo en lo que se denominaba el rebusco. Machacaban en casa las aceitunas y obtenían algo de aceite que empleaban para el consumo humano o para los candiles.
Como se ve, el proceso de recogida de la aceituna en sí, es sencillo, pero muy trabajoso. Como en toda tarea del campo, no hay fines de semana, incluso en esos días que se puede reunir más cuadrilla con los familiares y amigos que no trabajan, se acude mayormente a los olivares. El principal problema, además del esfuerzo físico, las posturas incómodas y la carga de pesos, es el frío que hace en diciembre y enero y que produce sabañones y grietas en las manos.
Y a untar el pan, saborear las ensaladas en primavera y verano, guardar los quesos y el embutido en tenajas con aceite, venderlo, regalarlo al médico o a quién sabe más, y tenerlo como un cofre en tenajas llenas de oro líquido en las frescas bodegas del pueblo. Aquellos tiempos, ay!