Hay pequeños sucesos, aconteceres particulares y mínimos que sin embargo son mucho más tumbativos que, pongo por caso, las macroencuestas, a veces de mera propaganda, o las estadísticas superferolíticas, aleluyas que con demasiada frecuencia sólo dan cobertura a mentiras envueltas en porcentajes.
Aplicando esta lógica, que es la mía, para hablar del festival de Valero yo me quedo con el acontecer que sigue, de mi cosecha. Y fue el de que, ya bien entrada la noche, tras la apoteosis de Morante y a la vuelta de una merienda a la altura de las quijotescas bodas de Camacho, una vez subidos al coche y en dirección a Béjar, a la salida del puente, cuando la cuesta empieza a empinarse, un grupo de jóvenes nos pidió (plural del que me siento muy orgulloso, porque iban conmigo mi mujer y mi hija, taurinas ambas) que los echásemos una mano en forma de aventón, que dirían en México, hasta el lugar en que habían podido aparcar, “cerca del Alagón”. Lo cual, para entendernos, es como si al final de una corrida en Las Ventas hubiera que ir caminando hasta la Ciudad Universitaria, pero además cuesta arriba. Eran nueve o diez y obviamente no pretendían meterse todos entre el asiento de atrás y el maletero. Se trataba de hacer sitio a dos, los conductores, quienes de inmediato volverían a por sus compañeros.
Se subieron dos chicos, los dos de Linares y enseguida nos explicaron que, por aquello del trabajo, salieron tarde y, en consecuencia, llegaron a Valero cuando las manecillas del reloj pasaban de las tres y media, o sea, cuando faltaba menos de una hora para el comienzo de la función. “¡Menos mal que al final encontramos ese sitio, porque ya nos veíamos compuestos y sin Morante!”. Ladera abajo y a la carrera, alcanzaron la plaza a tiempo, por los pelos, pero a tiempo.
Sus coches estaban a cerca de ocho kilómetros del pueblo, porque esa fue la magnitud de la cola por ese extremo, parece que todavía más larga por el otro y con el pueblo verdaderamente al completo, con aparcamientos en lugares inverosímiles. Había que ver la iglesia, donde me crecí en la Fe de mis padres con una misa conmovedora, sembrado el cura y celestial la música de El Mariquelo, y las calles del pueblo, atestadas de hombres y mujeres de edad avanzada, rebosantes de hombres y mujeres en el medio de sus vidas, desbordadas por una multitud de chicos y chicas, cuajadas de niñas y niños, todos felices, todos bulliciosos, todos emocionados cuando sonó el himno nacional y todos con el alma en vilo, la mirada prendida en el capote del maestro de La Puebla: qué silencio, Dios mío qué silencio, cuando le echó los vuelos al primer novillo, noble y con fijeza, aunque alcanzado de fuerzas, que entregó la vida con la boca cerrada y buscando.
Con el segundo, un torazo, Morante estuvo en Morante, tirando de él y aguantando, porque se quedaba muy corto, hasta que consiguió enseñarlo a embestir y le arrancó dos tandas de naturales quintaesenciados. Todo lo que hace tiene sentido torero, todo destila suavidad y grandeza. Y su modo de ejecutar la suerte suprema es antológico: asentado, las zapatillas clavadas en el piso, se tira en corto y por derecho y sin saltitos, dictando cátedra.
Qué pincha en hueso, bueno, pues que pinche en hueso las veces que esté de Dios. Yo siempre recordaré al majestuoso Santiago Martín El Viti entrando a matar cinco veces, cinco, en La Maestranza, las cinco sin descomponerse y sin permitirse ni la sombra del alivio más leve. Y jamás olvidaré –-era yo muy joven y lo aprendí para siempre- el respeto embrujador y embrujado de los tendidos y la oreja, sobre esos cinco pinchazos, que le reconocieron, atención: que le reconocieron, porque nada de regalo, nada de nada, olé, por El Viti y olé por Sevilla, olés que llevo en el alma.
Pues así Morante, haciendo las cosas, no ya bien, sino mejor. Con torería, o sea, con empaque y, en definitiva, con el decoro debido a su condición de figura y, en especial, con veneración al toro.
Qué conjunción de grandezas. ¡Viva Valero!