Segovia es Patrimonio de la Humanidad en 1985 por su peculiar conjunto histórico, perceptible en sus calles y sus piedras. Sin embargo, más etérea resulta su visión como ciudad de fábulas. Casi en cada bocacalle, la capital segoviana tiene en su haber un conmovedor cuento que enaltece la belleza de la ciudad.

El del origen del acueducto, narra que, en una época, coger agua en Segovia era ardua tarea, y sus vecinos tenían que acercarse a las fuentes que rodeaban la parte baja de la ciudad, extramuros y con inclinadas calles. Un día, una joven aguadora, harta de tener que hacer el mismo recado cada día, exclamó al cielo que daría lo que fuera menester por no tener que hacerlo más. Una masculina voz tras ella la sorprendió, preguntándole si era cierto que daría lo que hiciera falta. La muchacha, aun recelosa con el hombre respondió afirmativamente, a lo que el transeúnte añadió: “¿Incluso tu alma?”.

De poco le valía el alma, pensó ella, si se la dejaba cada día cargando el pesado cántaro, así que confirmó un rotundo “sí”. Otra cosa no le podía dar… Pero antes de sellar el pacto, y al ver un cambio en la torva mirada del hombre, ella puso la condición de que solo se la entregaría si conseguía hacerlo posible antes del amanecer. El hombre asintió confiado y estrechó su mano antes de esfumarse.

Esa noche, la moza no podía dormir pensando en la propuesta de aquel tipo y salió pensativa a tomar el aire. Al llegar al mirador de la Puerta de San Juan, la joven se paralizó con la visión. El mismo hombre, envuelto en un velo de llamas, daba instrucciones a centenas de leviatanes, como si de un capataz de obra se tratara. Aquellos seres oscuros estaban construyendo una alargada estructura, con arquerías de buen sillar, y ella intuyó que sería un conducto para el agua, como acordado.

Al ver que la nocturna obra avanzaba a buen ritmo la chica empezó a arrepentirse del trato y a rezar para que no terminaran a tiempo y conservar su alma. Pero ya era tarde, un grupo de diablos transportaba la última piedra a su lugar definitivo, mientras el jefe y el resto de los obreros celebraban la victoria y la recolecta de un alma más… Justo cuando el demonio maestro de obra iba a colocar ese último pedrusco, el rayo de sol más madrugador le dio en la cara de lleno, llenándolo de indignación por su derrota “in extremis” y obligándolo a abandonar la ciudad junto a su lúgubre cuadrilla, pero dejando el acueducto construido a falta de una piedra….

A poca distancia del acueducto está la calle de Muerte y Vida. Dice la fábula, que estando los comuneros sitiando el Alcázar, donde estaba defendiéndose don Diego de Cabrera y Bobadilla con algunos arcabuceros, no se le ocurrió otra cosa a otro Diego, de Riofrío este, agricultor terrateniente, que mandar a uno de sus gañanes con una yunta de bueyes a labrar las tierras altas que rodeaban el Alcázar, del otro lado del Clamores. Al ver eso desde el Alcázar, Cabrera mandó ir a buscarlos y meterlos en el Alcázar sin ser vistos por la turba partidaria de los comuneros. Los bueyes llenarían barrigas y el labriego se uniría a la defensa. Eso, obviamente fue visto como una traición de Diego de Riofrío a los controladores de la ciudad, por lo que fueron a su casa, lo apresaron y lo trasladaron a la cárcel. De camino a la prisión, en esta susodicha calle, una señora sin mucho escrúpulo asomó por una ventana largando una soga mientras instaba a la muchedumbre a que lo ahorcaran en vez de enjaularlo. Él hombre se defendía como podía del falso rumor, y la concurrencia estuvo dudando un rato entre si anudarle el pescuezo o juzgarlo en el calabozo. La prudencia se hizo valer, y se decidió meterlo entre rejas. Aunque no fue acusado de nada finalmente, y liberado, si estuvo don Diego entre la muerte y la vida…

Y hablando de muerte, triste fue la del pobre don Pedro. No tenía ni un año y medio este hijo de Enrique II de Castilla, cuando, estando un día con su aya en un salón del Alcázar, se asomó a un vano, se desequilibró y se despeñó al vacío. La pobre cuidadora, en un disparatado intento de heroicidad o quizá por miedo a las represalias, fue tras él. El resultado, dos vidas perdidas.

En ese mismo edificio, un día cualquiera de agosto de 1258, estaba el sabio monarca, Alfonso X, reunido con sus señores, hombres ricos, prelados y gente de leyes. Tenían una distendida charla sobre ciencia y en un alarde de vanagloria, exclamó el rey: “Si el Creador me hubiera consultado, de otra suerte fabricara el Universo”. Ahí es nada… De momento nadie se atrevió a abrir la boca, pero al rato, Fray Antonio de Segovia, un escueto franciscano, abroncó a Alfonso, acusándolo de petulante, y avisándolo de la posible ira de Dios, la cual no tardó en hacerse notar.

De repente, se nubló el cielo, tronó, y se descargó una centella entre las nubes que destrozó buena parte del edificio. Muchos cortesanos fueron heridos, alguno muerto y el rey acongojado pero ileso. Aprendida la lección, Alfonso X moderó su discurso de altivez real y trató de escudarse en la humildad más a menudo…

Desde el Alcázar se puede ver la Iglesia de la Vera Cruz, donde, en una ocasión, la orden templaria velaba la muerte de uno de sus caballeros durante toda la noche antes de sepultarlo. En un desliz de atención, los hermanos de guardia dejaron unos instantes solo el cadáver, momento aprovechado por los grajos para entrar y descuartizar el cuerpo. AL regresar todos, el prior espantó a los pajarracos mientras lanzaba al viento una maldición que no los dejara volver. Y así fue, el relato dice que nadie ha visto desde entonces grajos en el tejado de la Vera Cruz. Cosas de Segovia…