Me constaba que estaban llegando aires nuevos en el mundo del toro y mi pasión por la fiesta no podía ignorar aquel acontecimiento. Lo tenía en mis manos poder vivirlo en primera persona.
No es que tuviera la intención de mantener una conversación con él o acercarme en un patio de cuadrillas, cosa que desde niña evito por respeto a ese momento personal de reflexión y de miedo implícito en la liturgia previa a la corrida.
Me gusta contemplar la lidia bajo tres premisas que me enseñó mi padre y mi gran maestro como son “ver, oír y callar”. Aquello que yo vi me dejó sin palabras. Trincherazos y naturales improvisados por doquier al ritmo de la despaciosidad.
Jamás pude pensar en que mis sentimientos ante aquella manera de andarle a un toro, esa manera de hacer tan fácil algo tan difícil como es mantener esa suavidad y lentitud en una embestida, pudiera hacerme volver alrededor de treinta y cinco años atrás y recordar esas pinceladas del más puro toreo sevillano.
Realmente dejaron de dar vueltas las agujas del reloj de mi afición para pararme, pensar y sentir cuánto arte me estaba llevando de esos vuelos en aquella muleta. Poca técnica y mucha improvisación cargadas de arte y cualidades innatas.
Y digo innato porque el toreo de Juan Ortega no se aprende. Con esas cualidades se nace y puestas en manos del respetable hacen que vibre y ruja una plaza ante esa actitud ingénita.
Hablaba el maestro en una de sus charlas cómo se le presentó la vida en un momento de su carrera en el que no encontraba sentido a lo que hacía. Se presentaban tiempos de cambios y de no saber si tirar la toalla o continuar puesto que el concepto suyo de torear no era otro que “transmitir al público todo aquello que llevaba dentro”.
“Me ponía y me faltaba algo” aseguraba. Él lo que quería era “crecer” y poner la cabeza y el corazón delante de un toro.
Dicen que en la vida nos cruzamos con personas que aparecen en el momento justo para enseñarnos algo. Y no podríamos hablar de Juan si no pusiéramos en su camino la figura de Pepe Luís Vargas. Amigo y maestro que le hizo encontrarse a sí mismo ante momentos de indecisión y quien le abre los ojos sin “ausencia de coba”, como él mismo expresaba, para hacerle ver que “la dificultad siempre ha estado excepto para aquellos que se arriman”.
Emprenden un camino juntos donde el diestro, tarde a tarde, es capaz de alcanzar eso que a él le emociona que es reflejar esa armonía, templanza y naturalidad. Siempre las cosas hechas muy despacio son aquellas que “roban por un instante el corazón a la gente”. Pero todo breve y nada muy extenso en el tiempo. Faenas con ese sentido justo de medida e intensidad.
Impresiona ver cara a cara una figura como la de Ortega explicando sus vivencias y experiencias de su gran pasión. Manos llenas de delicadeza y suavidad en sus movimientos donde cuenta sus mil “triquiñuelas” para conseguir ese momento para él inexplicable.
Bajo todos esos años de búsqueda interior encuentra el momento especial colmado de matices de una escuela pura belmontina en el que para él se produce “ese mágico embroque” al que siempre hace referencia.
Ese contraste de fiereza con la ligereza de esa tela en la que el toro acerca los pitones entre las piernas del torero, es único, misterioso e irrepetible cada tarde.
A Juan le resultan indiferentes determinados momentos de la lidia, pero no este instante de fusión y entendimiento entre ambos, para él pura fuente de inspiración.
Juan no es un torero de trofeos. Es un toreo el que transmite lleno de momentos sencillos y plenos de calma que cuando surgen dejan una gran estampa para el recuerdo.
A pesar de que lo que comentan sobre lo odioso de comparar y de la contradicción que esto supone, maestro, en tus raíces, quedan retazos de ese empaque con olor a “Romero”. Faenas que permanecen en mi retina para siempre desde niña y que me han despertado de nuevo las sensaciones de la verdadera esencia torera.
Esto son los retazos del aroma que dejará Juan Ortega para siempre en esa vitrina donde guardo los trofeos más emotivos de mi gran pasión.