La gregoriana melodía del órgano acompaña a un espacio de altos techos, con una nave central y una transversal, en clara forma de cruz latina, con un interior lóbrego que da pie a una representación de cómo habría resultado, de haberse finalizado el proyecto diseñado por Juan de Herrera, en 1580, para la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, ubicada en el centro neurálgico de Valladolid, custodiada por las plazas de Portugalete y de la Universidad, a sus flancos, y por la Parroquia de Santa María de la Antigua, tras de sí.
Al acceder a su interior, en las visitas guiadas que, a diario, se realizan de la mano de guías como Isabel Sánchez, lo más urgente es el agachar las cabezas para prevenir cualquier posible golpe con la parte inferior de los escalones que, antaño, el encargado de tañer las campanas subía con asiduidad para informar a los vallisoletanos. Una vez superado ese escollo, la guía dirige hacia esa maqueta que, lejos de la popular creencia que mora entre los naturales de la capital del Pisuerga, no habría invadido el espacio ocupado por La Antigua quien, desde detrás, contempla la majestuosidad del inacabado templo.
“El genio” que era Juan de Herrera, tal y como describe Isabel, natural de la asturiana Mieres pero vallisoletana de adopción, proyectó una obra que cuenta, tan sólo, con “alrededor de un 45% del total ideado”, en parte por falta de financiación durante el proceso de su construcción y, también, por culpa de desprendimientos y derrumbes ya que, hasta que se desvió del ramal norte del río Esgueva, éste mecía sus aguas prolijas en residuos junto a la fachada de la catedral que mira cara a cara a Portugalete.
Uno de los derrumbes se produjo en ‘La buena moza’, la torre que se encontraría en la esquina contigua a la torre que se visita hoy en día. Esta torre hubo de resistir, desde sus inicios en el año 1700, al constante flujo de las aguas del mencionado río y al gran terremoto de Lisboa, cuyos devastadores efectos llegaron a la ciudad, a 600 kilómetros, en el año 1755. No obstante, es casi un siglo después cuando se derrumba por las grandes tormentas que colapsaron la ciudad y desde las cuales se desprendió un rayo que atravesó la vertical estructura de principio a fin.
Cabe destacar que tanto el torrero como su mujer vivían en la propia torre, justo a la altura en la que converge su planta cuadrada, que parte desde la base, con el comienzo de la planta octogonal. El fatídico 31 de mayo de 1841, el encargado de la torre se encontraba trabajando y pudo esquivar la desgracia al momento pero su mujer, que dormía, quedó atrapada por los escombros y no fue hasta veinte horas más tarde cuando su cuerpo, con vida, fue hallado entre los escombros y, para rescatarla, fue necesario hacerlo sin sus ropajes y, además, rapándole su cabellera, al haber quedado atrapada por las piedras.
Ya en la torre visitable, a la que se accede por un nuevo prodigio de la innovación tecnológica humana, capaz de sumergir una estructura como un ascensor, en 2015, en el interior de una que comenzó su edificación hace 439 años, se observa uno de los relojes originales que marcaban el transcurrir más inmediato del tiempo, en los orígenes de la catedral. Dicho reloj fue retirado ya que al tener una base de madera que se dilataba, sobremanera, con las lluvias, generaba desprendimientos de los fragmentos de chapa que completaban el ornamento y, al caer desde tal altura, seccionaban cabezas y miembros “como una guillotina”, subraya Isabel.
Los otros dos originales relojes cubren su ajado encanto con cronogramas que relatan la historia de la construcción de la catedral al coincidir, en el tiempo, con hitos históricos como la inauguración de la neoyorquina Estatua de la Libertad, en 1886, el nacimiento del decano del fútbol español, el Recreativo de Huelva, tres años más tarde, o la ejecución de los cuatro obreros en Haymarket que exigieron, en 1887, la jornada laboral de ocho horas y que puso fecha al Día del Trabajador.
Posteriormente se accede a una de las joyas de la corona, el campanario, donde diez campanas, dos de ellas son las encargadas de los redobles, lucen los ocho costados de las altas vistas. La mayoría de ellas, cuyos pesos oscilan entre una y dos toneladas, cuenta con su particular Documento Nacional de Identidad y, sobre ellas, se firmó su lugar de procedencia, que en casi todas coincidía con Bilbao. También, cómo no, ni siquiera las campanas, que han resistido los cambios más bruscos de temperatura a lo largo de sus más de cien años de vida, han podido escapar de la dudosa gracia que yace en los garabatos, vacíos de significado, de algún que otro visitante que optó por sellar con su nombre un elemento de la historia de la ciudad.
La visita prosigue su ascensión hacia el cielo de Valladolid y se abre paso a través de la cúpula, coronada por ‘El buen mozo’, una estatua en representación del Sagrado Corazón de Jesús cuyo interior es hueco y cuya columna vertebral parte desde mucho más abajo que sus propios pies, en el interior de la cúpula que adorna. La corriente de aire acaricia la cara del visitante cuando éste sale y contempla la majestuosidad de una ciudad, en plena meseta, desde donde la vista alcanza a percibir la sierra de Guadarrama, el cerro de San Cristóbal, punto natural más alto de la ciudad o el sinfín de callejones, calles y estructuras creadas por el ser humano a los pies del templo, tales como la Plaza Mayor, la zona de Cantarranas, que debe su nombre al antiguo paso del Esgueva y a las batracios que allí croaban o la propia casa del Real Valladolid, el Estadio José Zorrilla.
Decir que la visita toca a su fin podría ser un tópico pero, en el caso que ocupa, la realidad dice que el visitante queda perplejo, amén de por las vistas prestadas, durante tres cuartos de hora, por la vallisoletana capital, por el reloj que reposa en una vitrina en una tenue sala a la espera de observar como las mandíbulas se desencajan ante tal precisión y pulcritud de todos sus engranajes.