“Hemos dejado todo allí. Es una decisión difícil, pero tengo dos pensamientos. Si la guerra termina pronto, quiero volver a Ucrania, pero por si no es así, y por la incertidumbre, estamos buscando trabajo y normalizar una vida aquí al menos uno o dos años”. Yuliia Shapovalova, de 37 años, y Galyna Tarakanova, de 38, balbucean emocionadas. Intentan ver su escenario actual con optimismo. Llegaron el 19 de mayo al Centro San Juan de Dios de Valladolid, procedentes de la frontera polaca. Amigas desde hace un mes, están muy agradecidas a las trabajadoras de la instalación y no esconden la brutal sensación que supuso abandonar casi de la noche a la mañana su hogar bajo el sonido de las sirenas.
Sus rostros denotan cansancio y sus gestos advierten episodios de desmoronamiento cuando piensan en sus madres, amigos y todo lo que se ha quedado en la guerra. “A mi madre, que no quiso salir, la obligo todos los días a darme los buenos días. Es una señal para asegurarme de que todo está bien”, desliza Yuliia, quien se despertó un día para acudir a su trabajo y se vio empujada de forma instantánea a un sótano durante dos semanas en su ciudad, Jarkov, en la frontera con Rusia, junto a su hijo de 15 años. Transcurrido ese tiempo la abandonó con seguridad, en coche y tren. Ahora, el joven acude al colegio San Viator y “está integrado y contento”, pero al que también le ronda en su cabeza un posible regreso. Llegaron a Lviv y de ahí a Polonia. “No pensábamos si íbamos a volver. No teníamos tiempo para ello. Solo queríamos que nos dejaran pasar a nosotros y a mi gato”, rememora. El pequeño animal, que también dejó el país, finalmente no pudo venir a España.
A Galyna le despertaron las sirenas en Lviv la madrugada del 24 de febrero, dos días antes de regresar a su ciudad natal, Kiev. “Estaba sola. Pero la gente no nos creíamos que podrían hacer lo que han hecho. Estábamos en estado de shock. No sabía qué hacer y finalmente me aconsejaron no volver porque los rusos decían que en tres días ganarían la capital”, narra. El tranquilo y pausado jardín de las instalaciones de San Juan de Dios, sentados en la sombra, anima a las dos ciudadanas ucranianas a soltarse, sin perder la mirada de Ana, intérprete que vive desde hace 14 años en Valladolid. “Yo me fui a una ciudad en la frontera con Eslovaquia, donde estuve dos días. Allí conocí a gente que me dijo que lo más seguro era ir a Polonia. Les sobraba un sitio en su coche y me fui con ellos a Wroclaw”, constata Galyna tras haber dejado atrás también a su madre. Ella es soltera y Yuliia divorciada, pero “con una buena relación” con el exmarido, ahora en el frente.
Un reto para el centro
En todo caso, por su mente sí estaba la posibilidad de alcanzar España, Italia o Portugal, países que siempre le han interesado. Casualmente, esta profesora de inglés se dedicaba en Jarkov al entrenamiento de niños con discapacidad. Ahora, pasa sus primeros días en España en un centro focalizado en este colectivo. Lo hacen en total 58 compatriotas, en un módulo únicamente para ellos que se ha dividido en 26 habitaciones (diez dobles y tres unidades familiares de hasta cuatro personas). Hay 12 menores, cinco de ellos ya escolarizados y el resto en proceso. Del total, 30 llevan casi un mes y otros 28 entraron por la puerta el 1 de junio, con lo que el módulo ha completado su aforo. Solo hay un adulto varón, al que la guerra le sorprendió fuera de su país.
La trabajadora social y coordinadora del proyecto, Beatriz Fonseca, señala que es un “reto” para todo el equipo de trabajo del centro llevar a cabo este “programa tan ambicioso y en tiempo récord”. “Pone en valor los valores de hospitalidad y entrega de San Juan de Dios y nos motiva para seguir trabajando así con personas que vienen de una situación tan extrema y dramática”, ilustra. Actualmente, siete empleados están dedicados al colectivo ucraniano.
Lo primero que se realiza es regularizar su situación burocrática para que en un futuro “tengan inclusión laboral”, pero también reconocimientos médicos completos, empadronamiento y una visita por la ciudad para que puedan hacerlo después ellos solos. De hecho, Yuliia y Galyna ya han ido en varias ocasiones por el centro de Valladolid. “Nos ha gustado mucho, no tiene nada que ver con el bullicio y el ruido de Kiev”, ironiza la segunda. El programa se desarrollará durante seis meses, con posibilidad de prórroga en función de la duración del conflicto. Y en una siguiente fase se apoyará a los refugiados en el apoyo de la lengua, atención psicológica y apoyo laboral.
En todo caso, relata Fonseca, ellos tienen “libertad plena y absoluta”, y el centro se ocupa de su manutención y servicio de lavandería. Ello se acompaña de talleres y cursos que los refugiados desarrollan. Incluso, la buena noticia es que tres de ellos trabajan en el servicio de limpieza del Hospital Benito Menni gracias a la colaboración con las Hermanas Hospitalarias. Pero el tiempo también les permite ver las noticias a través de internet y de la red social Telegram. “Duele, duele mucho verlo”.
Yuliia y Galyana son el ejemplo de dos mujeres que se esfuerzan por integrarse en una sociedad muy diferente a la suya. “Estamos muy bien, pero nos está costando porque es otra cultura, otras costumbres…”, coinciden. Para ello, anota Beatriz Fonseca, se encuentran los trabajadores del centro, trampolín hacia esa nueva vida, para que ese proceso sea “lo más fácil para ellas, teniendo empatía y sabiendo del escenario tan dramático del que vienen, en el que lo han perdido todo”, en un conflicto que se recordará como uno de los más destructivos de las últimas cuatro décadas. “Putin lo dijo, que lo iba a destruir”, interviene Yuliia. A pesar de las miles de bajas ucranianas, ambas refugiadas representan el coraje de un pueblo que, por el momento, no ha permitido a Rusia conseguir su meta.