Nació en la pequeña aldea de Sarria. De niño se formó con su padre y con dos hermanos llamados “los Benitos”. Salió a Orense de joven y trabajó alrededor de esa Catedral. Conoció gente y oficio, marchó a Castilla por ser inquieto, pasó quizá por el núcleo artístico de El Escorial, visitó Madrid y conoció la urbe y sus cosas, y posiblemente a María Pérez, que sería su mujer. La Corte se instaló en Valladolid en 1601 y allí apareció él, con veintipocos años, en el taller de Francisco del Rincón, el más afamado maestro imaginero en la ciudad en esos años.

Y este fue, a grandes, y a veces indocumentados rasgos, el periplo de Gregorio Fernández antes de cambiar para siempre la historia de la imaginería en este país.

Unos cuatro años pasó allí el gallego, al lado de la puentecilla de Zurradores, reforzando el oficio con Rincón y decidiendo de que las formas tardo renacentistas y manieristas no tenían cabida en su futura obra. Sin romper del todo con el maestro pucelano, Gregorio decide abrir taller propio en la calle Sacramento hacia 1605 y en ese barrio hizo su vida, entre maderos y conventos, junto al Campo Grande y las Tenerías. Ese mismo año se casó con María y nació su hijo Gregorio. Dos años después nacería Damiana, su hija. En 1608 muere don Francisco, su amigo y mentor, y Gregorio se queda al cargo de su hijo Manuel a quien acoge en su taller. En 1610, por desgracia, falleció su pequeño Gregorio con cinco años, lo cual le causó gran pesar, pero en su fe encontró el alivio.

Gregorio Fernández era un hombre extremadamente pio, de los de arrodillarse y rezar cada día antes de acometer las labores diarias. Ayunaba frecuentemente y purgaba sus pecados, cuando los tenía. Acogía a necesitados en su casa y les daba cobijo y manduca. Su casa era hogar, vivienda y taller, pero era también parada y fonda para muchos, y casi seguro que mentidero. Era escuela para jóvenes aprendices, muchos de los cuales se quedaron con él, e incluso dos de ellos llegaron luego a casar con su hija... Era un lugar de cultura, trabajo, amor y fe, y Gregorio era considerado el santo patrón de la morada.

No era nuevo que, Valladolid, antes, durante y después de ser sede de la Corte, acogió a ilustres personajes en su seno, y uno de ellos había sido Juan de Juni, cuyo trabajo respetaba y admiraba Gregorio hasta el punto de que, en 1615, el gallego compró las casas donde el maestro francés había vivido. Cumplía así un sueño que tenía desde que Rincón y el padre Orbea le hablaron de esa vivienda.

Setenta años antes, Juni negoció con el merino mayor de Valladolid para comprarle unos terrenos delante del río, cerca de la Puerta del Campo, por donde el convento de Sancti Espíritus y junto al camino de Simancas. Ese mismo día, y quizá animado quizá por el mismo Juni, un maestro de vidrieras holandés que estaba por Valladolid compró otros terrenos que hacían linde con los suyos, pero no los disfrutó porque falleció al año. La viuda de ese vidriero cedió a Juni los dos terrenos del difunto, pasando así el escultor a poseer seis suelos colindantes y urbanizables. Allí construyó entonces su hogar y su taller, con varias casas de unos treinta y tres pies de ancho por noventa de largo, con fachadas que daban a lo que hoy es el Campo Grande, frente al Carmen Calzado.

Allí vivió el gran Juan de Juni, en una pequeña esquina apartada del Valladolid del s. XVI, creando arte y dando sentido a la estética castellana de la talla en piedra o en madera.

Más tarde, sería Juana Martínez, viuda de Isaac de Juni, hijo del maestro, quien se apropió de las casas tras acordar con el resto de los hijos las condiciones. Juana hizo uso de ellas ora disfrutándolas ora arrendándolas o tratando de ponerlas en venta.

Con la Corte instalada en Valladolid, la zona se revalorizó y, en 1602, Juan Roelas, clérigo y pintor andaluz, pujó por ellas, aunque finalmente no se las quedó. Después, un portugués, Simón Méndez fue el siguiente arrendador, que a su vez se las alquiló a Pompeo Leoni mientras el maestro italiano estaba en la ciudad trabajando en el Palacio de la Ribera.

El resto de la historia ya la conocía Gregorio de primera mano, ya que, desde la vuelta de la Corte a Madrid, se devaluó la periferia, y tras unos años, el tal Méndez devolvió las casas a su dueña, la nuera de Juni, que poco las disfrutó por fallecer a finales de año. Así pues, los nietos de Juni quedaron como genuinos herederos de los inmuebles.

Juan de Juni y Martínez, el primero de los nietos, viajante y negociante, decidió vender su parte de las casas, que fueron pregonadas con dos meses de antelación, tiempo suficiente para que Gregorio hiciera números y pujara por ellas a un precio razonable. Lo que Gregorio no esperaba es que don Luis Meléndez y Nobles apostara también por ellas. Don Luis era adinerado, tenía mano y prestigio en la villa, y su puja era alta, aunque todavía mejorable por parte de Gregorio.

Gregorio no quería que Meléndez subiera más la postura para no tener problemas de cuentas, así que contactó con él a través del padre Orbea y le pidió no subir la puja a cambio de tallar para su casa una de las más bellas imágenes de San Luis Rey de Francia, de tamaño mediano, con una buena policromía y un pulcro pulimento.

Doña Ana del Castillo, esposa de don Luis, quedó encantada con la propuesta y con el resultado de la obra, realizada en menos de un mes. Así, Gregorio solo tuvo que mejorar ligeramente la posta de don Luis y recibir las escrituras de la casa donde, durante cien años, se había estado recibiendo inspiración, proyectando diseños, abocetando imágenes y, en definitiva, fabricando arte.

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