Sí, sí, un enorme caudal de agua que dejó inundado el pueblo en cuestión de horas. Fue un peregrino, dicen, que, llegando a la aldea, solicitó cobijo en cada puerta, pero nadie lo asistió, excepto unas panaderas. Se calentó en el horno, comió, bebió y, resentido por la actitud de los vecinos, sugirió a esas buenas mujeres que subieran al monte, porque iba a ahogar el pueblo. Revelándose como Jesucristo, clavó su cayado en el suelo e hizo brotar el agua, que rápido creció:
"Aquí clavo mi bastón,
aquí salga un gargallón,
aquí cavo mi ferrete,
que salga un gargallete."
Y el torrente, como castigo, se llevó a todo Valverde de Lucerna al fondo, excepto el terreno donde se asentaba el horno de leña, que quedó como una isla. Así surgió el lago.
Días más tarde, un campesino consiguió sacar del agua una de las campanas de la iglesia con ayuda de su yunta. Pero la otra continúa en el fondo, y dicen, que aún hoy, en el día de San Juan, las gentes piadosas, y solo ellas, pueden oír el tañer de esa campana sumergida.
Una bonita leyenda que hubiera pasado inadvertida si no fuera porque resultó ser el barrunto de lo acontecido el fatídico 9 de enero de 1959, pasada la medianoche.
Dicen en mi pueblo que “el que está de hacerse daño, en la cama se descadera”, y eso pareció ocurrir al pueblo de Ribadelago. Primero fue esa leyenda del origen del Lago de Sanabria. Luego, en los años 40, se libró de quedar sumergido debido a un proyecto de inundación del Lago de Sanabria que finalmente no se llevó a cabo. Y poco después, un incendio durante la fiesta de San Juan, provocado por un cohete que prendió un tejadillo de paja, se extendió a muchos edificios y dejó el pueblo menguado. En fin, que precedentes había de sobra para el desastre.
Presa de Vega de Tera
En el asunto que nos ocupa, trabajaron más de 1.300 personas en ásperas condiciones, se removieron casi 14.000 metros cúbicos de tierra, se colocaron más de 50.000 de mampostería, y se amasaron casi 20.000 de hormigón para levantar los 300 metros de largo y los 33 y medio de alto de la presa de Vega de Tera.
¿Para qué? Finalmente, sólo para una desafortunada tragedia, pero la razón económica era obtener la mayor rentabilidad en la producción eléctrica del dique. Por medio estaba quizá lo de siempre: negligencias, egoísmos, prebendas… Y pagaron los de siempre. Los humildes habitantes de una aldea de montaña, que vivían en un paraíso pero que no lo podían tocar.
En lustros anteriores, salían los hombres de Ribadelago rumbo a Gales o a Canadá a trabajar en el carbón. O se iban a Andalucía en invierno a los jornales, y regresaban al pueblo con buen dinero que empleaban en mejorar sus casas, sus cuadras, acomodar sus cobertizos, etc.
Ahora la población había aumentado y no se iban, se quedaban a trabajar en lo que hubiera. Cerca de seiscientas almas que eran deficientemente pagadas en la obra de la hidroeléctrica o en poblado de Moncabril, o que a duras penas sacaban adelante sus cabras, sus vacas o sus escasos cultivos de malamente 100 hectáreas, donde las patatas, alubias, berzas y frutales aprovechaban para brotar cuando era tiempo bueno, que, si no lo era, estaba muy por debajo de cero grados y no querían brotar.
Doce minutos bastaron para que siete de cada diez animales y la misma proporción de cultivos desaparecieran. Ya se venía anunciando desde hacía casi tres años, por pastores y campesinos que pasaban cerca y volvían a casa contando que habían visto, esas grandes grietas, y a veces a operarios inyectándoles hormigón. Parches.
Lo cierto es que las lluvias intensivas de esos meses atrás habían llenado bien la cubeta del estanque y, esa noche, a casi dieciocho grados bajo cero, ni pared ni contrafuertes fueron capaces de contener tal presión a más de mil seiscientos metros de altura.
El latigazo fisuró setenta metros de muro, liberando cerca de ocho mil millones de metros cúbicos de agua (se dice pronto) que arrastraron todo lo inerte y lo vivo que hubiera durante los ocho kilómetros del cañón del Tera, hasta llegar a Ribadelago y devorarlo, y seguidamente fluyendo violento en el propio lago glaciar de Sanabria, al cual hizo crecer tres metros, pero que gracias a sus cincuenta y uno de profundidad, ejerció de sumidero de aquel feroz aluvión, salvando del desastre, por cierto, a otros pueblos como Galende o El Puente. Doce minutos, que dieron al traste con los cerca de 27 millones de pesetas que costó el proyecto final de la presa, más otros cuatro del aliviadero.
144 muertos
Así es, en menos de un cuarto de hora, 144 personas perecieron, y solo 28 cuerpos fueron recuperados para darles sepultura. Al resto de fallecidos, ni con submarinistas profesionales fue posible rescatarlos. Deben estar aún en el fondo del lago, envueltos en piedras, barro, escombros y bidones de la empresa Moncabril.
Doce minutos con gente corriendo despavorida, subiendo a lo alto del pueblo, a peñas, a tejados, en la más completa y heladora oscuridad, solo escuchando ladridos, chillidos desesperados, mugidos, chasquidos y chapoteos, un rugir de agua constante, cerca y lejos. Y luego el silencio.
Y después del silencio vino la voz. La voz que clamaba por las pérdidas utilitarias y las humanas, la voz de la prensa nacional e internacional, la voz que buscaba responsabilidades y creaba comisiones de investigación, la voz que acusaba a técnicos negligentes de la empresa constructora, por el hormigón de baja calidad, por los destajos abusivos…
Pero esa voz, apenas la podía oír esa niña pequeña, de unos cuatro años que, sentada en una piedra, esperaba ingenua y paciente a que la recogieran sus padres, arrastrados por la corriente. O a la de ese hombre alto y fuerte, abatido por el dolor, que besaba los restos de su casa, y rezaba sin consuelo al cielo pidiendo por su mujer y tres hijos desaparecidos.