“Ese que ves, hijo, es el padre Duero, que nace arriba en Urbión y atraviesa la Meseta entera, para meterse en tierra lusa y abandonarse en el mar. Y esas son las fértiles tierras de Pelayo González, en la misma vega del río, donde antaño, nuestro católico rey Fernando corrió a espadazos a los amigos de la Beltraneja, que querían meter mano a Castilla”.
Así podría cualquier abuelo empezar a contar a su nieto la historia de cómo en 1476, en esa llanura de Peleagonzalo, se vieron las caras Fernando el Católico y Alfonso V de Portugal, el primero para defender la unión de Castilla y de Aragón y el segundo para tratar de unirlas a Portugal.
Alfonso había llegado a Toro desde Portugal, recién prometido a la niña Juana, llamada Beltraneja, y con deseos de arrebatar tronos para unirlos a su reino. Por febrero ya había juntado allí unos 23.000 hombres más la tropa de su hijo, que eran otros 11.000.
Al verse tan numeroso y sabiendo que Fernando estaba en Zamora, se avivó y decidió salir de los acogedores muros de Toro para sitiar Zamora. Su mira era hacerse con la plaza zamorana, ubicada entre Portugal y Toro, y desde ahí llegarse a Burgos donde los franceses le habían prometido lealtad para cruzar espadas contra Castilla y Aragón.
Las semanas pasaban y Zamora no caía, no tanto por buena defensa, sino por indecisión del atacante, y por el frío helador y las lluvias. Además, las noticias desde Burgos no eran mejores, había capitulado. Así pues, con los soldados ateridos, Alfonso levantó el campamento y regresó a Toro ese 1 de marzo. Cuatro horas estimaba él en el camino de vuelta. Pero don Fernando, que tampoco andaba mal de mesnadas en Zamora, al ver hueco donde antes había enemigo reaccionó avispado y salió tras él, y lo pilló.
El rey de Aragón
A una legua de Toro, don Fernando se puso en el centro, con su guardia mayor, a comandar, junto al Mayordomo mayor, a las tropas gallegas del Conde de Lemos, así como a las milicias de Salamanca, Zamora, Ciudad Rodrigo, Medina del Campo, Valladolid y Olmedo. Este era el núcleo duro. A su derecha, siete escuadrones de caballos ligeros, encaminados por gente de calidad, de apellidos Mendoza, Guzmán, Velasco o Ledesma, y con Fonseca, el obispo de Ávila. Y a su izquierda, más cerca del río, los de a pie, con el duque de Alba y con el almirante de Castilla a la cabeza.
Enfrente se colocó Alfonso, también en el centro, con infantes e ilustres caballeros castellanos afines a la Beltraneja. A la izquierda del portugués, al lado del río iba su hijo, el infante Juan, con el obispo de Évora y con la élite del contingente, unos 800 jinetes pesados. A la derecha, castellanos contrarios a Isabel, dirigidos por Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo.
La mise en place estaba lista, solo faltaba encender el fogón, y fue el rey de Aragón quién prendió la mecha enviando a 300 caballos ligeros a molestar a ochocientos peones portugueses de la retaguardia. Pero poco molestaron las lanzas a los arcabuces, lo justo para caer como moscas y embravecer a los lusos para la siguiente acometida.
Aunque ni ese intento fallido ni la intensísima lluvia de la noche desmotivaron a Fernando, que siguió bailando espadas, esta vez él mismo, con el grueso del batallón por el centro, en una sangrienta pelea de infantería donde unos se envolvían con otros, sacando brillos a los aceros, cortando golletes, haciendo crujir huesos, vociferando y pidiendo más energía los oficiales, llorando y pidiendo ayuda los peones.
Es en este entreacto cuando aparece la primera muestra de propaganda sobre esta ofensiva y surge el mito del estandarte y del singular combate entre Pedro Vaca de Sotomayor, del lado hispano, y Duarte de Almeida, de los lusos. Pedro Vaca, de quien se dice ya había provocado alguna chispa en las huestes rivales, quiso, según unos, agraviar de forma severa al bando portugués arrebatando la divisa real al alférez Almeida.
Como éste no la soltaba, le cortó la mano derecha, así que el abanderado portugués asió la asta con la izquierda, por lo que el español le tuvo que quitarle la diestra de un tajo. Ya sin manos, no le quedó otra a Almeida que agarrar la bandera con los dientes para evitar que cayera en poder enemigo, pero por lo visto no lo evitó.
Alfonso tocó retirada
Sin embargo, el real estandarte portugués no les duró mucho a los españoles, ya que el infante Juan, hijo de Alfonso, al verlo en ajenas manos, acudió a su recuperación, que no fue fácil y por lo visto quedó hecho jirones… No se sabe con certeza lo que pasó finalmente ni con el banderín ni con Duarte que lo portaba, pero de poco valió esta lid porque los portugueses perdían terreno rápido.
Eso lo vio venir Alfonso y tocó a retirada. De noche, con lluvia y junto al Duero, muchos soldados despavoridos hasta cayeron ahogados y otros muertos en manos castellanas al pie del puente.
Así, con el estandarte hecho puré, parte del ejército desbaratado y su padre en retroceso rumbo a Toro, solo Juan se mantuvo estoico manteniendo a raya al atacante durante buenas horas. Ese heroísmo no pasó desapercibido ante el monarca aragonés, quien, en una carta enviada a Isabel, explicaba que “Si no viniera el pollo, preso fuera el gallo”.
Y precisamente es aquí donde la segunda remesa de propaganda castellana aparece, esta vez no alentada por la leyenda soldadesca sino por el propio Fernando, quien, a pesar de sufrir similar número de bajas que Alfonso, y quedar la batalla en tablas, tuvo la habilidad de enviar docenas de pregoneros a proclamar su victoria.
A los pocos días, todas las orejas de Castilla y Aragón habían oído que el monarca luso había huido del campo de batalla para salvar su vida, dejando así para la historia que esta riña supusiera el final de las aspiraciones de Alfonso de arrebatar el trono a Isabel.