Si dar a luz es la expresión más aceptada para explicar un nacimiento, tal vez cobre más sentido aún cuando este se ha producido en medio de un camino repleto de sombras. La lucha por sacar adelante a los hijos es precisamente innata, la más primigenia de cuantas motivaciones empujan para llegar a buen puerto. Y a menudo no es fácil. Especialmente para las personas con menos recursos, tal vez arrastrando un devenir marcado por la violencia, o una procedencia de familias desestructuradas, y en todo caso, aquellas en riesgo de exclusión social. Y sus pequeños, por supuesto.
En el Centro Materno Infantil Ave María de Santa Marta de Tormes (Salamanca) conviven una docena de mujeres cuya historia coincide con alguna de esas suertes. Madres que crían a sus hijos conviviendo con un pasado tormentoso, pero mirando hacia un futuro cada día más despejado. Allí es donde encuentran su punto de inflexión. Un cálido refugio donde sanar sus heridas y entrenar sus capacidades para lanzarse de nuevo al océano. La capitana de ese barco, su directora, es Rosario Álvarez, quien comparte equipo con otras tres profesionales en su labor de reconducir unas vidas para proteger otras.
“Nuestro objetivo desde los inicios ha sido darle otra oportunidad a las personas. Pero no para que vivan acomodadas, aunque aquí tengan unas condiciones dignas, sino para que trabajen en su formación. Hablamos de derechos y de obligaciones, que ellas tiene que asumir también. Es una lucha constante”, explica Rosario, cuyo dulce pero firme discurso está modelado por dos décadas de experiencia. “Puede haber gente que venga a España a tratar de mejorar su vida sin hacer nada, pero lo que yo veo aquí son mujeres que quieren salir adelante con sus hijos y que además me insisten en que ellas no quieren ayudas”, cuenta.
Marca del COVID-19
Por fortuna, en el Centro Ave María no han tenido que lamentar ningún positivo por COVID-19 y la repercusión en la salud de la pandemia no ha pasado de “algunos sustos por niños acatarrados”. Sin embargo, tras un confinamiento marcado por la necesidad de agudizar la creatividad para aprovechar bien el tiempo, ha llegado “lo peor”. Dos de las mujeres, ocupadas en hostelería, entraron en erte y una no recuperó su empleo. Además, varias de las que trabajaban en domicilios tuvieron que dejar de acudir. “Ahora tenemos esa angustia de ver qué salida les vamos a ir dando”, reconoce Rosario, a la vez que lamenta que haya habido mujeres que ya habían encauzado sus vidas y que ahora han tenido que pedir volver.
El confinamiento, eso sí, sirvió para demostrar una vez más que, como reconoce su directora, “la sociedad salmantina es sumamente sensible con esta casa”. Y lo ha canalizado a través de “cantidad de gestos”, no todos dinerarios, también de “cariño y cercanía”. Sin embargo, a pesar de esta solidaridad confirmada en Salamanca, Rosario teme que la pandemia haya podido ahondar en el individualista sentimiento del “sálvese quien pueda”, muy en boga en estos tiempos. Y aunque evita juzgar a quienes optan por el aborto y valorar la creciente laxitud de las leyes en este sentido, aclara que “esta casa es una apuesta por cada mujer que quiera salir adelante con su hijo”.
El Centro Ave María se financia a través de las donaciones de la ciudadanía y los conciertos con algunas instituciones, como el Ayuntamiento de Santa Marta de Tormes, el de Salamanca o la propia Diputación Provincial, así como la Junta de Castilla y León. “Ha habido muchos altibajos en la captación de fondos, con momentos en los que incluso había cero. Pero creo en que si una obra tiene que existir, Dios pondrá los medios. Siempre sale el sol por donde uno menos se espera”, opina, mientras hace camino presentándose con su proyecto a todas las convocatorias públicas.
Cultura del esfuerzo
Con el bagaje acumulado de tantos años trabajando con familias desestructuradas y madres en riesgo de exclusión social, Rosario Álvarez considera que “la sociedad está perdiendo el sentido de la palabra esfuerzo”, especialmente a la hora de transmitirlo a los jóvenes. “Es importante enseñar que la manera de salir adelante es a través de la formación y el trabajo. Cuando vienen adolescentes, a menudo piensan que todo hay que dárselo masticado, sin embargo creemos que nuestra labor no debe ser otra que abrirles las puertas a todo lo que ellas puedan hacer”, asegura, e insiste en que la suya es una labor de “acompañamiento”, pero el esfuerzo para conseguir sus objetivos, incluido el cuidado de sus hijos, “lo tienen que hacer ellas”.
“Nadie puede ser un parásito de la sociedad. Cada uno, desde su ángulo, tiene la obligación de aportar”, considera. Y los datos le dan la razón tras los 20 años que ha estado al frente del centro en los que ha visto pasar a unas 450 mujeres, sin contar las muchas familias a las que dan suporte fuera de sus límites, ya que el 70 por ciento de las mujeres que ingresan en la casa consiguen superar el proceso e insertarse en el mundo laboral para sacar adelante a sus hijos.
Aparte de inculcar la cultura del esfuerzo y trabajar en la formación de las mujeres, en el Centro Ave María trabajan para combatir el profundo sentimiento de soledad que arrastran en la mayoría de ocasiones. Las extranjeras, porque en efecto pueden estar solas en España, y las nacionales, porque a menudo su vínculo con las personas más cercanas se ha visto quebrado. Más allá, su estancia en el lugar les puede servir para establecer redes de apoyo gracias al voluntariado. “Para ellas es vital tener un sitio al que ir. A veces viene alguna chica tan solo para hablar”, revela.
En cualquier caso, Rosario reconoce que es cierto que las mujeres que por allí pasan reciben mucho, pero también dejan un montón de cosas en todas y cada una de las personas que tienen la suerte de tratarlas. “Esta es mi vida. Yo no he sido madre pero tengo el instinto maternal muy desarrollado y, para mí, ellas son mis hijas. Lo que todo esto me ha aportado es ser feliz”, zanja al explicar sus motivaciones.
Perfiles más comunes
El equipo del centro está formado por una psicóloga y dos educadoras sociales, entre las que se encuentra Rocío González, quien explica a Ical que el perfil de las madres que ingresan es “muy variado” y va cambiando con el tiempo. Entre las que acuden hay españolas, que suelen ser menores o muy jóvenes, y cuyos casos "suelen tremendos”, según puntualiza, reconociendo que se trata de un tipo de interna cuya cantidad fluctúa en función de la salud económica del país, actuándose en periodos de crisis. Por desgracia, según dice, “normalmente la violencia de género está presente, de una u otra manera, en la mayoría de los casos”, rayando el 90 por ciento. Muchas también han sufrido otros tipos de violencia intrafamiliar.
Las inmigrantes son mayoría en el centro. Y un perfil muy común responde a mujeres extranjeras que fueron adoptadas de pequeñas y que se han visto en problemas a la hora de ejercer la maternidad por ellas mismas. Esto es debido a una muy variada causalidad, incluida una grave carencia afectiva con sus padres biológicos cuando son pequeños, que luego aflora en la adolescencia. En este caso, también puede ocurrir que los progenitores adoptivos sufran un choque entre las expectativas sembradas respecto a su hijo y la realidad de su crianza. “Es llamativo. Creo que la falta de vínculo, especialmente con la madre, condiciona mucho el desarrollo”, valora la profesional.
Bien es cierto que en la actualidad no hay ninguna madre menor de edad en el centro, pero la educadora admite que las han tenido hasta de tan solo 14 años. También de 15, 16 y 17. “Este tipo de niñas vienen de familias muy desestructuradas, o bien se han criado a saltos entre instituciones o centros de menores”. Y por eso especifica que “no tienen ningún vínculo familiar”.
Atención integral
Una vez en el lugar, las mujeres manifiestan “cierta desconfianza” en los primeros tratos con las profesionales. “Me van a ayudar, pero a cambio de qué”, parecen preguntarse, según Rocío. “No están acostumbradas a que las cosas sean tan fáciles. Nosotras nos enfocamos en lograr en que no se sientan juzgadas, sino seguras y queridas”, explica. El afecto es una carencia común a todos los casos. “Todos necesitamos apoyo en determinadas situaciones, especialmente cuando no vemos ninguna salida”, y en el Centro Ave María lo encuentran desde el primer momento. Asimismo, lo más habitual es que las mujeres lleguen sin ningún tipo de recurso económico.
Además de la convivencia diaria, cada semana articulan la atención a estas mujeres en torno a tutorías personales. Aparte de las carencias afectivas, a menudo adolecen de formación y cultura, por lo que tratan de potenciar estas capacidades con el objetivo final de acceder al mercado laboral con ciertas garantías. Las menores, en cualquier caso, se dedican a estudiar, y todas ellas deben tener alguna ocupación enfocada a encontrar trabajo. “Yo siempre lo digo con todo el orgullo del mundo: esta casa no se dedica a cuidar por un tiempo a personas que no sirvan para nada. Tratamos cada día que las mujeres que utilizan este recurso no tengan que necesitar ningún otro”, resume Rocío González.
“Si la gente conociera las historias de estas madres, entendería mucho mejor porqué se llega a situaciones así y vería que cualquiera de nosotros lo haríamos igual. Si de pequeño uno convive con violencia, en el futuro la reproduce o la busca inconscientemente. Esta casa intenta romper esa cadena”, sentencia. El plan de atención integral comprende un itinerario que por supuesto involucra a los niños, enfocado a su educación y a su desarrollo emocional. En principio, las madres pueden estar en el Centro Ave María hasta que sus hijos cumplen cuatro años, pero hay cierta flexibilidad en función de las circunstancias. “Funcionamos como una familia y lo que importa son las personas”, recuerda.
En suma, la salmantina Rocío González reconoce emocionada que conectó con el proyecto desde que lo conoció y quiso formar parte de él. “El primer día vi a los niños corriendo y jugando, y sé que cuando están felices no lo saben disimular. Además de eso, veo coherencia entre lo que Rosario me contó cuando llegué y lo que vivo en el día a día. Creo en las personas que llevan a cabo este proyecto. Y luego, es muy gratificante ver que las mamás reconducen sus vidas y son felices con sus hijos, a pesar de sus duras historias”.
Irina, desde Cuba
Una de estas intrincadas trayectorias es sin duda la de Irina. Ella es cubana y tiene 36 años. Salió de su país, donde tenía trabajo tras haber cursado estudios de derecho, porque “la situación económica allí es complicada”. Emigró con el afán de mejorar y entró a Europa por Holanda, donde permaneció un mes y medio. Sin embargo, al poco tiempo de arribar al país neerlandés se percató de que estaba embarazada. “Cambió mi vida. No lo esperaba. Había dejado a mi pareja en Cuba y no contaba con eso. Todos mis planes se distorsionaron”, relata a Ical.
Según cuenta, donde estaba no había buenas condiciones para el bebé y, con el tiempo, las personas que la acogieron no tenían la misma voluntad de prestarle ayuda. “Creo que llegué a deprimirme un poco. Estaba sola, tenía que esperar tres meses para que me viera un médico y eso fue muy complicado para mí”, recuerda. Por eso decidió marcharse a España y recaló en Burgos, donde ingresó en un circuito de ayudas que acabó llevándola al Centro Materno Infantil de Santa Marta de Tormes.
Cuando le explicaron las características de la casa asegura que vio “el cielo abierto” y empezó a tener “calma” en su vida. “Llegue aquí una semana antes de tener al bebé y tuve una acogida muy calurosa. Recibí atención médica y psicológica, y me ayudaron con toda la documentación”, explica agradecida. Irina valora disponer ahora de todo el material que le hace falta para cuidar de su hijo de siete meses, y también contar con la posibilidad de completar cursos de formación para encontrar trabajo. “El fin ahora es lograr mi independencia, cierta estabilidad y tener una vida autónoma con mi niño”. Y en eso está.
La historia de Muna
Junto a Irina está su compañera Muna. Ella es africana y lleva, ente idas y venidas, once años en España. Su vida tampoco ha sido fácil. Vivía con su marido en su país natal, Senegal, donde se casó en 2004 con solo 16 años, y tuvo dificultades en un primer momento para procrear. Su matrimonio fracasó después de doce años y, tras diversas complicaciones, encontró al fin el apoyo de su madre y sus hermanos para seguir adelante sin el hombre con el que había contraído matrimonio. Cuando vivía con su tía en Senegal decidió regresar a España, donde ya había estado, y fue a parar a Valladolid. “No tenía dinero, pero el tío de un amigo de mi hermano me acogió y me dio trabajo”, recuerda.
Muna conoció a otro hombre durante un periodo vacacional que pasó de vuelta en África y decidió casarse otra vez. Ahora tiene dos niños, el mayor de poco más de dos años y el pequeño de apenas uno, pero está en el paro. “Tenía una vida muy complicada. A mis hijos les faltaba comida. Cruz Roja me ayudó y Cáritas me trajo aquí”, relata. Cuando llegó al centro estaba “muy mal”, tanto que llegó en ambulancia directamente desde el hospital. Pero ahora, Muna agradece, visiblemente emocionada, que le hayan dado el “amor” que le faltaba.
No duda en deshacerse en elogios hacia el personal del centro y hacia 'Chari', como llama a la directora. “Mis hijos ahora están muy bien porque ella los ve como sus nietos. Ahora tengo casa, ahora tengo familia. Porque lo somos”, recalca. Solo le falta encontrar un trabajo para cumplir el sueño de tener una casa donde quedarse junto a sus hijos. “Quiero irme para vivir mi independencia como antes, pero siempre daré gracias a esta casa por darme el amor que me faltaba”.