Una rubia melena se funde con el horizonte costarricense y mece la brisa marina de un paradisíaco día más que ya toca a su fin. En el lugar elegido por muchos turistas, venidos de todo el mundo, una joven sueca-española, como ella misma se define, estableció su morada Michelle Lundh Rodrigo, de 27 años. Pide perdón por su “escaso” control sobre el castellano, la lengua materna de su propia madre, de Carmen, nacida en Burgos que emigró a Estocolmo para formar allí su familia. Lo interesante es que se excusa con una dicción y un dominio de la lengua propio del más alto integrante de la Real Academia.
Desde pequeña, su sonrisa, en absoluto típica del nórdico país, brillaba, durante los meses de verano, en el burgalés barrio San Pedro, donde su madre se crio y donde Ángeles, su abuela, continúa haciendo vida. Michelle rememora cómo, con doce años, se quedó a cargo de un caballo, regalado por su padre, Tommy, otro sueco con una sonrisa por bandera, que no hace pensar que provenga de un clima tan gélido. “Fueron mis primeros pasos de responsabilidad e independencia, con cinco horas diarias, más los trayectos de ida y vuelta, sin importar los veinte grados bajo cero de pleno invierno”, comenta alguien que siempre ha estado rodeada de animales.
Tanto es así que, a sus quince años, comenzó a estudiar el equivalente sueco a bachillerato en un internado, donde también se entregaba al cuidado de caballos y animales. Al acabar, con 18 años y de vuelta en casa, se sentía “muy agobiada tras haber estado tantos años fuera”. Así decidió, junto con su exnovio, independizarse de nuevo y adquirir una casa en una isla de Estocolmo, donde vivieron durante cuatro años. En ese período siempre le acompañó “la necesidad de viajar alrededor de todo el mundo”, rompe su tono de voz para estallar de júbilo su paso, rodeada de sus amigas, por países tan diversos y recónditos como Filipinas, Tailandia Brasil, Bolivia o Australia, además de recorrer Europa “de arriba abajo, siempre quise perderme y andar sin saber dónde iba a acabar, sentirme perdida y conocer”, explica.
“Nos enamoramos a la primera”, exclama al reflexionar sobre cuando, ya en febrero de 2018 y siempre de la mano de sus amigas, sus cuadernos de bitácora se detuvieron. “He descubierto playas mucho más bonitas, más cristalinas, más de postal o de agencia de viajes, también he descubierto ciudades impresionantes y rincones sin igual pero, este sitio tiene algo mágico”, relata con el canto de los yigüirros, el ave nacional de Costa Rica, tras ella. Este canto es señal de próximas lluvias, un fenómeno que “entra dentro de todo lo que uno quiere que, al final del día, se reduce a naturaleza, buenas olas para surfear y, también, la buena energía de todo el que aquí vive”.
“Quiero continuar con mi vida en Santa Teresa con lo mínimo e imprescindible, pensar en cuidar la naturaleza sin estropearla”, reflexiona sobre el motivo que lleva a mucha gente de grandes urbes a establecerse en sitios como el país latinoamericano: “disfrutar de la pureza del medio ambiente”. No obstante, critica la actitud de cierta parte de los nuevos costarricenses al jactarse de esa voluntad “de cara a la galería” para, después, “talar toda vegetación que encuentran a su paso y, así, poder construir su casa de lujo”.
“Me gano la vida con la felicidad de lo que me apasiona, del mar y de los caballos, que siempre han sido una parte de mí”, explica. Al llegar a su ya no tan nueva casa, comenzó a ayudar a un hombre de un pequeño pueblo dirigiendo rutas a caballo para turistas, puesto que él no dominaba el inglés y necesitaba este impulso. “Por suerte, nos ayudamos el uno al otro y sigo sin creerme la fortuna de vivir gracias a los paseos a caballo, con el sol poniéndose a mi costado, mientras enseño a la gente este maravilloso lugar”, comenta mientras imbuye ganas por descubrir sitios así sin parangón alguno.
La gratitud hacia el país y, sobre todo, hacia Santa Teresa es tal que Michelle se emociona al hablar de su próximo paso, una ‘eco home’ que construirá en la tierra que acaba de adquirir en las faldas de una montaña cercana. “Se trata de una forma de vida sostenible”, comenta, donde contará con lo único que se necesita como refugio “con una cama, techo, paredes y un pequeño jardín donde los perritos puedan estar libres y donde sembraré flores”.
También explica la pasión del país ‘tico’ por los animales, uno de los motivos que la llevó al otro lado del charco. “Rescaté a Dharma -su perrita- hace un año de las manos de una familia que no la quería, estaba llena de hongos y de garrapatas”, comenta mientras su risueño tono de voz trasciende las ocho horas de diferencia y la distancia. A miles de kilómetros y tras sacrificar tiempo con amistades y gente cercana, como su hermano Patrick, “un perro es, más que nunca, la familia, la seguridad del amor que nunca va a faltar”.
La conversación no se acaba del todo, porque en el modo de vivir de “pura vida”, imperante en ese paraíso, “nada acaba ni nada empieza, todo evoluciona”, disemina Michelle, de una manera tan simple como ilustrativa, su filosofía de vida mientras las olas rompen a su espalda y Dharma, agotada, afronta su camino de vuelta a casa.