Grandes salas embaldosadas cobijan -y lo han hecho desde hace más de dos siglos- el arte llegado de todos los rincones del planeta. El Bosco, Velázquez, Rembrandt o la luz hecha lienzo, de la mano de los pinceles de Joaquín Sorolla, han deleitado, en el Museo del Prado, a los más de dos millones de personas que, ávidos de grabar en su memoria, ojos y corazón un recuerdo que permanecerá inmune a crisis, cambios de residencia, de trabajo o cualquier tesitura que se presente en la vida del individuo. Ansiosos, en definitiva, de abstraerse del bullicioso centro de las ciudades, donde las manillas del reloj marcan la pauta y dictan el camino del día a día para, durante horas, calmar las pulsaciones, pasear en silencio por las tibias salas de altos techos del museo.
En esas salas, junto a las pinturas que evocan tiempos pasados, en los que la sensibilidad por el arte, en la vida, era siempre tan presente como la harina en una hogaza de pan recién horneada, se dan cita los visitantes con los mensajes que los autores imprimían en sus lienzos pero, también, surgen dudas de los que caminan con las manos entrelazadas, bajo su espalda, dudas que, en la mayoría de ocasiones, no aparecen resueltas en los trípticos. Es ahí, en esas circunstancias, cuando la figura de los vigilantes de sala entra en escena, personas que, engalanadas con un color negro impoluto en su uniforme, guían y dan información sobre los auténticos protagonistas, los trazos, luces y sombras.
Inma González, nacida en la burgalesa localidad de Quintanilla Vivar, cumplirá cuarenta años, el próximo mes de febrero, como vigilante de sala del madrileño museo y pese a que, hoy por hoy, “sólo hay ganas de jubilarse” cuenta, emocionada, cómo “continúa satisfaciendo el contacto diario con el arte y con el público”.
Toma la modestia por bandera para, desde su punto de vista, adelantar que “no hay mucho que contar” cuando, acto seguido, hace balance del cambio que ha vivido el museo, y del que no ha sido sólo testigo, sino, también, protagonista, a lo largo de estas cuatro décadas. “Cuando me incorporé al museo, en el 82, sólo había otra mujer, trabajaba a turnos, y ni siquiera teníamos vestuario de mujeres, nos cambiábamos en el vestuario del personal de limpieza”, relata, a la vez que, con la sonrisa del orgullo por lo conseguido, narra cómo, gracias a ella, en parte, “el museo cambió”.
“En mi primer día -recuerda- me dieron una mopa para limpiar el polvo de los cuadros”, exclama. Apunta que se negó “por completo” y que, dadas estas circunstancias, por las que “ni siquiera contemplaban que las mujeres trabajáramos en el museo”, consiguió, junto con el resto de sus nuevos compañeros que se incorporaban junto a ella. “He hecho cambiar el Museo del Prado”, afirma, con la rotundidad propia de quien consiguió organizar las primeras elecciones, constituir el primer comité, firmar el primer convenio con la red de Museos Estatales y, después, desvincularse de ese convenio para crear el propio del Museo del Prado.
‘La Pasionaria del Prado’, como es conocida entre sus compañeros, según explica con su característica sonrisa, que le acompaña en todo momento, no puede evitar quebrar la voz al recordar cómo no pudo subirse al tren, al que lo hace cada mañana, en la trágica jornada del 11 de marzo de 2004. “Tuve que huir a una pastelería para que me dejaran llamar y comprobar si mis hijos habían llegado al colegio, estaba muerta de miedo y, al llegar al museo, tras una hora y media caminando, me fundí en un abrazo con una compañera mientras ambas no podíamos parar de llorar”, relata, con sus ojos humedecidos y brillantes con el recuerdo de un día que recordará “para siempre”, como testigo de la historia de Madrid que ha sido Inma desde hace cuarenta años.
De la misma manera que, para siempre, el Tríptico del Jardín de las Delicias, de El Bosco, figurará como su “cuadro favorito”, ante el cual se pasaría horas y horas contemplando su belleza y expresividad, como todo aquel amante del arte, novicio en la comprensión de la pintura o, simplemente, curioso que se aposte en las colas de espera, como “las vividas, de siete y ocho horas, en la exposición de Velázquez”, para deleitar sus sentidos, al servicio del Síndrome de Stendhal, causante de un vértigo, confusión y hasta palpitaciones ante la extrema belleza de la expresión artística.