Hay personas que marcan un antes y un después en la vida casi sin darse cuenta. Es el caso de Vicente Carranza, un salmantino que hizo historia en el mundo del motor. “Una infancia ideal. Vivía en un pueblo con toda la libertad del mundo y nos pasábamos el día jugando en la calle”, así recuerda sus primeros años en una entrevista a EL ESPAÑOL- Noticias de Castilla y León.
Lo cierto es que, pese a que nació en San Felices de los Gallegos, a los nueve años se marchó a la capital salmantina para continuar con sus estudios. Nunca ha sabido exactamente cuál sería su futuro, aunque reconoce que siempre se ha inclinado por la rama de ciencias.
“En los pueblos no hay una vocación muy rápida porque las convivencias son entre niños y no tenía idea de las carreras que había. Mis padres se preocuparon por darme una cultura y a partir de ahí es cuando empiezan a nacer las tendencias”, afirma.
Comenzó a dar sus primeros pasos en la Escuela de Ingeniería de Béjar. Pero cuando finalizó, tenían que tomar una decisión sobre qué alternativa tomar. Recuerda que “no tenía mucha idea” de las salidas que podía tener, pero le gustaba “la ciencia y la mecánica”.
Cuando estaba terminando, salieron unos cursos de mecánica de automóviles en el Colegio de la Paloma (Madrid) para realizarlos durante el verano. Carranza junto con otros dos compañeros se aventuraron a hacerlo, pero sin “mucha idea” de dónde iban a desarrollar esta profesión.
Durante el día acudían a estas clases, pero por la tarde no hacían nada. Por eso, salían a tomar un café y, justo ahí, surgió la amistad con un ingeniero que trabajaba en una fábrica de motores en Madrid; concretamente en Julián Camarillo.
Lo cierto es que Carranza ya tenía una vinculación indirecta con este mundo. Un hermano de su madre había ideado un automóvil, que se vendió a Estados Unidos. Motivo por el cual cuando logró tener contacto con esta persona, le comunicó que le gustaría seguir por esa vía. Él tenía claro que quería hacer un ciclomotor porque le parecía “adecuado para el público, económico, que podía usarlo la juventud, y además se podía llevar tanto en la ciudad como el campo”.
Este hombre cogió la idea y la presentó a Moto Vespa, lugar donde trabajaba. Al director “le pareció viable porque en aquella época no se producían muchas”. Pasaron seis meses desde que dio la idea hasta que comenzó a trabajar en ella. Pero, durante ese tiempo, mantenía continuas conversaciones y le fueron dando forma.
Una vez que logró ingresar en Moto Vespa fue desarrollando el producto. Estudiaron varios tipos de vehículos, pero se apostó más por este. El vespino había salido a la luz. Y fue un antes y un después. Desde febrero- marzo que salió al mercado hasta diciembre hubo un total de 20.000 unidades en el primer año.
Recuerda el momento que salió a la venta con una gran “ilusión” por parte de todos, “incluso de los propios concesionarios porque ampliaba el mercado”. La presentación fue “espectacular”. Un producto “sencillo” del que hubo “muchísimas pruebas”. Lo curioso es la manera que tenían de probarlo en aquella época. Evidentemente, no había tantos avances como hoy en día: “Se sacaba a la carretera y todos los días se hacían kilómetros”.
Y a la pregunta: ¿Cuál fue la clave para que tuviera tanto éxito? Vicente Carranza responde: “Saber escuchar a la gente. Ver qué querían y desarrollarlo. Que fuera económico, fiable y de calidad”. Y es que, aunque no lo parezca, estaba todo pensado al milímetro. En aquel momento, si alguien se compraba un vespino y se estropeaba, quizá tuviera el taller a muchos kilómetros. Por ello, lo idearon para que “si tenía una avería, pudieran arreglarlo de manera fácil, aunque no tuviera muchos conocimientos de mecánica”.
Su aportación al mundo del motor no terminó ahí, sino que continuó creciendo. También participó en la primera scooter automática y en el inicio de las carreras. Reconoce- entre risas- que ha pasado “mucho tiempo” montado en la Vespino, aunque añora no poder tener una de las primeras que salieron al mercado.
Hace tan solo unos meses le hicieron un homenaje en su pueblo natal San Felices de los Gallegos. Un día que recuerda con especial “ilusión”: “Hay que vivirlo para describirlo. Puedo decir muchas cosas bonitas, pero nunca llegaré a expresar la satisfacción y alegría que siento”.