Escribía Quevedo que ayer se fue, mañana no ha llegado. La historia de Villarrín de Campos está escrita, aquí y ahora. Es la tradición que viene del siglo XV dadas las características de lo que observó el viajero en su visita, allá por 2015, a este municipio para vivir su procesión de ‘Los Penitentes’ . Hablamos de la Cofradía de la Cruz o de la Santa Vera Cruz.
En estos tiempos que nos están tocando vivir, la pandemia de Covid-19 ha cambiado todo, principalmente todos aquellos actos multitudinarios que se celebraban en pueblos y ciudades, como es el caso de la Semana Santa, suspendida por segundo año consecutivo. Eran muchas las procesiones, ritos, costumbres y maneras que se muestran en Semana Santa por todo lugar. Todas tienen su encanto, dependiendo de quién las vea, las viva o participe en las mismas. Pero lo que no cabe duda es que existe algo más. Ese más que es la pureza, la ancestralidad, el origen y la tradición que, en estos tiempos, han quedado guardados en el rincón más secreto e íntimo de las personas.
Acompañado por Ricardo Prieto, un jubilado, de profesión y de la cofradía, con 67 años entonces y 73 ahora, el viajero se adentra en los ritos más ancestrales de esta tierra mesetaria, adusta, seria, marcada por el adobe y el secano, el llano y las aves que salen de los muchos palomares que salpican las llanuras de cereal como si le dieran la bienvenida.
El silencio y la soledad ahorman la tarde. El sol ‘cae de justicia’ –como dice Ricardo-. Una ligera ventisca trae un cierto aroma a alcanfor. A las cuatro y media en punto –como todo lo que aquí se hace- las campanas de la iglesia llaman a los penitentes. Ellos, y ellas, ya están preparados en sus casas. Los familiares ayudan a vestirse al cofrade con la liturgia que dicho ceremonial requiere. De pronto, comienzan a salir vecinos, de una calle y de otra. El pueblo toma vida. Pero no es a los vecinos a los que busca el viajero, sino a esos penitentes que en respetuoso silencio salen de sus casas y se dirigen a la iglesia. Admiración y curiosidad. Los vecinos sí pueden interrogarse quién se oculta detrás del hábito… El viajero expectante no entra en esos dilemas, sí se asombra del continuo goteo de penitentes por plazas y calles, aparecen como fantasmales espectros de otro tiempo.
Penitentes de Villarrín de Campos, de regreso a casa finalizada la procesión del Nazareno./ FALCAO
Comenta Ricardo que cerca de 75 miembros integran la Cofradía de la Veracruz, aunque, puntualiza, suelen salir en procesión unos cincuenta. Todos vienen descalzos. Portan caperuza blanca cubriendo la cabeza y dejando libre el hueco de los ojos. Ataviados con túnica de lienzo o de hilo con bajo de puntillas hasta los tobillos –que unos llaman camisa pero que no es más que la mortaja con la que antaño se realizaba el viaje a la eternidad- denotando el carácter de disciplina penitencial de la Cofradía, un rosario en las manos y un paño blanco bordado en el antebrazo. El viajero barrunta que esta indumentaria puede recordar al de la mujer que limpió el rostro de Jesús en la vía dolorosa. Al tratarse de una Hermandad en la que se ejercitaba la disciplina pública, sus miembros se dividían en tres grupos fundamentales de sangre, de luz y jubilados.
Curiosidad levantan los hermanos de sangre quienes tenían que disciplinar públicamente durante la procesión del Jueves Santo. A tal fin, se reunían previamente en la iglesia, vistiendo el hábito o camisa blanca, con la espalda abierta, y preservando su intimidad mediante una caperuza romo. Dicho hábito, por su uso para el castigo corporal, sigue siendo conocido como la ‘ceplina’. Durante toda la procesión desfilan descalzos y sin más ropa que la dicha ‘ceplina’, acompañando la imagen del Cristo de la Vera Cruz, mientras se flagelaban con las correspondientes disciplinas, a fin de derramar su sangre a imitación de Jesucristo. Los cofrades de luz, acompañaban la procesión con sus velas. El grupo de los jubilados estaba integrado por los pocos disciplinantes que hubiesen alcanzado los 60 años, como nuestro ya amigo Ricardo. Así describía Antonio Pilo, cura párroco que ejerció en Villarrín de Campos la penitencia de estos sufridos vecinos.
Ya en el templo, se sientan juntos todos los ‘Penitentes’ con el Nazareno de fiel y justo testigo, a los que el párroco dedica unas efusivas palabras de fe cristiana. Y comienza la procesión, desfile o penitencia. Sale la cruz parroquial, un penitente lleva el pendón de la cofradía, otro la cruz tallada del Cristo y detrás los hermanos y hermanas en fila de a uno. El pueblo entero participa en la procesión escoltando a los penitentes a ambos lados en filas más o menos iguales. Y detrás el paso de Jesús Nazareno, al que sigue el sacerdote, la presidencia de la cofradía y los fieles, sobre todo mujeres, que van acompañando al párroco en su cántico del Vía Crucis. No hay música, ni matracas ni carracas, ni esquilas ni campanas, solo la brisa que llega fresca de las lagunas y las voces femeninas de pasión y dolor. Finaliza la procesión en la plaza mayor con la reverencia del pendón al Nazareno… y el adiós hasta el próximo año.
Otra vez regreso a la ciudad del Tormes. Vuelta atrás, no del tiempo, si no del camino. A la memoria del viajero vienen esos versos, tenebrosos pero tan reales como lo efímero de la vida, de Almafuerte, el seudónimo más popular de Pedro Bonifacio Palacios, escritor argentino, nacido en San Justo en 1854.
"Esa seda que relaja/ tus procederes cristianos/ es obra de unos gusanos/ que labraron tu mortaja,/ también en la región baja/ la tuya han de devorar./ ¿de que pues te has de jactar,/ ni en que tus glorias consisten/ si unos gusanos te visten/ y otros te habrán de desnudar?".