"La antigua alianza se ha hecho pedazos; el hombre sabe por fin que está solo en la impasible inmensidad del universo, del cual ha emergido solo por casualidad". Son palabras escritas hace 45 años por el biólogo francés Jacques Monod en su libro El azar y la necesidad (1970). Cinco años antes, en 1965, Monod había recibido el premio Nobel de Fisiología o Medicina por su descubrimiento del operón lac, un paquete de genes que se encarga de procesar la lactosa en la bacteria Escherichia coli.
El descubrimiento de Monod, compartido con su colega François Jacob, reveló cómo se regulan los genes a través de finos y complejos mecanismos, auténticas maravillas de la ingeniería natural; tanto, que su existencia parece casi imposible. Amigo íntimo de Albert Camus, el biólogo se convirtió en la punta de lanza del existencialismo científico, predicando que la vida en la Tierra y la aparición del ser humano fueron rarísimas carambolas de accidentes químicos extremadamente improbables. "La biosfera parece el producto de un evento único", escribió. Antes de nosotros "el universo no estaba preñado de vida, ni la biosfera de humanos".
Como consecuencia, Monod no creía en la existencia de otros planetas habitados en el universo. Y tras él, guiados por su incuestionable autoridad en biología, los científicos de su época favorecieron la opción de que posiblemente estemos solos. Pero según el astrofísico y divulgador Paul Davies, autor del libro Un silencio inquietante (2011), en las décadas posteriores la opinión de los expertos ha basculado hacia el extremo opuesto, la corriente representada por el bioquímico belga Christian de Duve (premiado con el Nobel en 1974) que contempla la vida como algo casi inevitable, siempre que se presenten las condiciones adecuadas.
¿Dónde está todo el mundo?
Un ejemplo: Vilhelm Verendel estudia modelos matemáticos de sistemas complejos en la Universidad Tecnológica Chalmers, en Gotemburgo (Suecia). Verendel es coautor de un nuevo estudio, aún sin publicar, que analiza estadísticamente una hipótesis llamada el Gran Filtro. En pocas palabras, esta teoría viene a decir que a lo largo del recorrido desde la posibilidad de aparición de vida hasta el desarrollo de una civilización supertecnológica, hay algún momento en que las cosas casi siempre se tuercen. Y a pesar de todo, el investigador esgrime un planteamiento optimista muy frecuente: "Si la vida se ha extendido por todos los rincones aquí, ¿por qué no en otros muchos lugares?", señala a EL ESPAÑOL. Sin embargo, el propio Verendel reconoce: "Es posible que esto sea un sesgo debido a nuestra experiencia".
Davies pone otro nombre a este sesgo: "intuición". Según el astrofísico, nos guiamos por una corazonada, dado que en realidad la ciencia aún no ha llegado a comprender el origen de la vida terrestre. Pero con el descubrimiento ya de cerca de 2.000 planetas extrasolares, con decenas de ellos potencialmente habitables, y con la estimación de que sólo nuestra galaxia podría albergar un mínimo de 100.000 millones de planetas, es difícil no dejarse llevar por el entusiasmo; ante tantos lugares donde la biología podría florecer, cuesta adherirse a la idea de que la vida es una aberrante anomalía exclusiva de la Tierra.
Y pese a todos estos posibles hábitats planetarios, a la intensa exploración espacial y a los rastreos activos del cosmos en busca de señales, lo único cierto es que aún no hemos encontrado nada; solo el silencio inquietante de Davies. Para los científicos, este contraste entre la infinidad de posibilidades de vida en el universo y la aparente ausencia total de ella recibe el nombre de Paradoja de Fermi, ya que fue el físico italiano Enrico Fermi quien en 1950 expresó su perplejidad con una pregunta: "¿Dónde está todo el mundo?".
Falsas alarmas
La historia de la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés) está jalonada por falsas alarmas. "En el pasado, muchos descubrimientos astronómicos sorprendentes fueron juzgados por algunos como signos de alienígenas; el caso más famoso fue el de los púlsares", expone a EL ESPAÑOL el astrónomo y divulgador Seth Shostak, director del Centro de Investigación SETI en el Instituto SETI de Mountain View, California. "Sin embargo, para cada uno de estos fenómenos se demostró que obedecían a causas completamente naturales, sin la intervención de ninguna inteligencia extraterrestre".
Shostak se cuenta entre quienes no pierden la esperanza, un anhelo que persigue cada día escudriñando el cielo en busca de señales. Según confirma el astrónomo a este diario, el complejo de 42 antenas de la matriz de telescopios Allen, en California, lleva dos semanas "escuchando" el sistema KIC 8462852. Por este nombre se conoce a una misteriosa estrella descubierta recientemente, situada a 1.400 años luz de la Tierra y cuyo destello se bloquea periódicamente de un modo nunca antes visto, lo que según algunos científicos podría revelar signos de tecnología alienígena. Sin embargo, Shostak advierte: "Muy probablemente será un fenómeno natural".
Si KIC 8462852 resulta finalmente ser un gran hallazgo astronómico, pero una manifestación 100% natural, será un nuevo mazazo para los proyectos SETI y un punto más a favor de quienes suscriben la hipótesis pesimista: "Tal vez la probabilidad de que la vida aparezca espontáneamente sea tan baja que la Tierra es el único planeta en la galaxia, o en el universo observable, en el que sucedió", decía el físico Stephen Hawking en su conferencia Life in the Universe.
La Tierra, un planeta demasiado precoz
Lo cierto es que existen argumentos para quienes, al menos en este campo, sostienen que un pesimista es sólo un optimista informado. Y una pieza más de esta información acaba de ser desvelada por dos astrónomos del Space Telescope Science Institute, el centro de investigación que opera el programa científico del telescopio espacial Hubble.
Los astrónomos Peter Behroozi y Molly Peeples han combinado datos del Hubble y del telescopio espacial Kepler con los modelos de formación de galaxias y planetas, llegando a ciertas estimaciones. Según detallan en su estudio, publicado en la revista Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, nuestra galaxia puede albergar unos 1.000 millones de planetas similares a la Tierra, que ascenderían a unos 100 trillones (un uno seguido de 20 ceros) en una gran porción del universo observable llamada Esfera de Hubble. De todo ello, Behroozi y Peeples concluyen que las posibilidades de que existan otras civilizaciones se sitúan en un muy prometedor 92%.
Maravilloso, si no fuera por las malas noticias: el problema es cuándo podrían surgir esas civilizaciones. Según los dos astrónomos, nuestro planeta ha llegado a la fiesta demasiado temprano: "La Tierra se ha formado antes que el 92% de todos los planetas similares que el universo creará en toda su existencia", resume Behroozi a EL ESPAÑOL.
A pesar de que ya han transcurrido nada menos que 13.800 millones de años desde el Big Bang, esto es una nadería en comparación con los 100 billones de años que quedan por delante hasta que la última estrella del universo se consuma. Y durante toda esa casi eternidad, dice Behroozi, seguirá quedando material de sobra para formar nuevas galaxias, estrellas y planetas. Así que, si la vida es cuestión de probabilidad, la inmensa mayoría de la partida aún estará por jugarse cuando nuestro Sol muera, dentro de 6.000 millones de años.
Habrá otros, pero ya no estaremos aquí
La novedad que aporta el estudio de Behroozi y Peeples es considerar no sólo el breve instante actual en que los humanos miramos al cielo, sino toda la vida del universo; algo que tradicionalmente no se ha tenido en cuenta en las especulaciones estadísticas sobre la posibilidad de que existan seres alienígenas inteligentes. En 1961, el pionero del SETI Frank Drake definió una ecuación que lleva su nombre y que estima el número de civilizaciones en la Vía Láctea en función de una serie de parámetros. Aunque la Ecuación de Drake es solo una conjetura, ha dado materia de reflexión a los astrónomos durante décadas, pero la fórmula únicamente se ha aplicado al momento presente.
Un nuevo estudio, aún sin publicar, ha actualizado los parámetros de la Ecuación de Drake según el conocimiento actual, llegando a la conclusión de que con toda certeza existirá como mínimo otra inteligencia tecnológica además de la humana, siempre que la probabilidad de que un planeta desarrolle una especie de este tipo sea mayor que una entre un cuatrillón. Según los autores, esta cifra pone un límite a "lo pesimista que uno puede ser". Y dado que es un número extremadamente minúsculo, serían magníficas noticias si no fuera porque el estudio considera toda la historia previa del universo; los autores escriben que su pregunta no es "¿existen ahora?", sino "¿han existido alguna vez?". Lo que, por desgracia, tampoco descarta la opción de que ahora estemos completamente solos.
Tal vez al final nos quede el recurso de aferrarnos a la hipótesis de Behroozi: “La existencia de otras civilizaciones después de la nuestra es muy probable”. Pero lo que es seguro es que esto nunca llegaremos a saberlo. Con todo, el astrónomo concede una oportunidad a la esperanza: “Dada la enorme incertidumbre que tenemos sobre la probabilidad de que surjan estas civilizaciones, tanto la visión optimista como la pesimista son razonables”. En definitiva, quien prefiera apuntarse al optimismo tiene un poderoso argumento para ello: a fecha de hoy, ni todos los astrofísicos del planeta Tierra pueden demostrar que está equivocado.