La risa es una capacidad exclusiva del ser humano. Al menos, eso es lo que se pensaba hasta hace bien poco. Aristóteles, además de definir al hombre como un “animal racional” y un “animal político”, dijo también de nosotros que somos el único animal que ríe. Esta visión de nuestra especie ha pervivido intacta durante milenios. No obstante, recientes descubrimientos científicos la han puesto en duda.
Se piensa que la risa emergió como una capacidad que permitía a nuestros ancestros señalizar que el juego era sólo juego, y así evitar que se pudiera confundir con conductas de agresión. Nuestra sonrisa, a su vez, es una expresión facial utilizada en todas las culturas humanas para expresar alegría. Para determinar si hay algo parecido a la risa o a nuestra sonrisa en animales, habrá pues que mirar sus conductas de juego y las expresiones faciales que utilizan cuando están alegres.
El mejor lugar para comenzar a buscar es, cómo no, nuestros parientes más cercanos: los primates. Sabemos ya con bastante certeza que, debido a un pasado evolutivo en común con el nuestro, los monos y los simios sonríen como nosotros cuando experimentan emociones positivas. Y además, cuando juegan entre sí y cuando se les hace cosquillas, todos los grandes simios, así como algunos monos, producen unas vocalizaciones tan similares a las nuestras que los científicos no han dudado en llamarlas “risa”.
¿Y qué ocurre más allá de los primates? Aunque aquí la investigación está dando sus primeros frutos, ya hay indicios bastante seguros de que algo semejante a nuestra risa está presente también en especies más alejadas de la nuestra. Los perros, por ejemplo, ríen mientras juegan, con una exhalación forzada y repetitiva que sólo es producida en este contexto. Las ratas también producen un sonido característico durante el juego; el mismo que emiten cuando se les hace cosquillas en determinadas zonas de su cuerpo. No hay razón para considerar que no se trata de risa.
En cuanto a la sonrisa, es dudoso que podamos encontrarla más allá de los primates, por el simple hecho de que los músculos faciales en el resto de especies difieren demasiado de los nuestros. No obstante, sabemos que, como mínimo, todos los mamíferos –y seguramente también las aves– experimentan emociones positivas, y aunque no las puedan mostrar con una sonrisa, sí lo hacen a través de otros gestos y conductas que tienen la misma función. Los gatos ronronean, los delfines saltan fuera del agua, los elefantes barritan. Todo esto son formas de expresión emocional análogas a nuestras sonrisas.
Nuestra capacidad de sonreír es importante porque permite que los demás sepan cómo nos encontramos. Esta capacidad de distinguir las emociones de otros es algo que compartimos con muchos animales. Los elefantes notan cuándo miembros de su manada se encuentran afligidos, y ofrecen su consuelo de forma espontánea. Los chimpancés pueden diferenciar al menos cinco tipos de expresiones faciales, incluso cuando no conocen al chimpancé en cuestión. Los monos capuchinos pueden guiarse por las expresiones faciales de otros a la hora de determinar dónde hay una recompensa oculta. Las ratas prefieren estar en una habitación con fotografías de ratas que muestran un comportamiento neutro, a una con fotografías que muestran comportamiento de dolor.
Las investigaciones con animales domésticos muestran, además, que son perfectamente capaces de distinguir las emociones de los humanos. Estudios señalan, por ejemplo, que los gatos están más en contacto con sus dueños y se comportan de forma más cariñosa cuando éstos están felices que cuando están enfadados. Los caballos presentan un ritmo cardíaco acelerado al ver fotografías de humanos enfadados, lo que sugiere que las perciben como estímulos negativos. Pero a la hora de comprendernos, quienes se llevan la palma son los canes. Estos animales pueden diferenciar entre fotografías de caras humanas tristes y serias, incluso cuando no conocen a la persona retratada. Un perro que ve a su dueño reaccionar con alegría ante los contenidos de una caja, y con miedo ante los contenidos de otra, elige siempre la primera caja. Cuando un perro escucha una grabación de un bebé llorando, aumentan sus niveles de cortisol, una hormona asociada con el estrés. Ésta es la misma reacción fisiológica que tiene cualquier humano adulto al escuchar ese sonido.
Las expresiones faciales y otras conductas emocionales nos permiten saber qué sienten los demás, y también nos ayudan a empatizar. Ahora sabemos que muchos animales no sólo distinguen las emociones de los demás, sino que también se contagian de ellas. Esto es una forma primigenia de empatía, la misma que opera cuando un bebé comienza a llorar porque el bebé a su lado está llorando. Los estudios realizados hasta ahora señalan que está presente, como mínimo, en chimpancés, perros, gansos, ratones, gallinas y cerdos.
No somos, pues, los únicos animales que ríen, ni tampoco los únicos que sienten alegría, que saben cuándo otros están contentos, y a los que afectan las emociones de los demás. Los animales son mucho más complejos emocionalmente de lo que hasta ahora habíamos pensado. Si unimos todos estos estudios con otros recientes descubrimientos, como que determinados peces usan herramientas, que hay sintaxis en las canciones de algunos pájaros, y que los chimpancés se entristecen ante la muerte de sus congéneres, parece que pronto tendremos que plantearnos si realmente hay alguna capacidad que poseamos nosotros y ninguna otra especie.