Ha sido uno de los grandes escándalos internacionales de los últimos tiempos. Miles de mujeres han denunciado a las autoridades sanitarias en países como Reino Unido, Australia o Estados Unidos y a titanes farmacéuticos como Johnson & Johnson por las dolorosas secuelas que les han provocado las mallas vaginales, unos implantes pélvicos autorizados que han afectado gravemente a su día a día, impidiéndoles mantener relaciones sexuales e incluso caminar. Ahora, una investigación llevada a cabo por el Centro de Medicina basada en la Evidencia de la Universidad de Oxford explica las fallas que permitieron sacar al mercado unos modelos que tenían una evidencia científica más que cuestionable.
Pero empecemos por el principio. Las mallas vaginales son unos dispositivos elaborados con poliuretano que, tras una operación, se introducen en las paredes de la vagina con el objetivo de reforzar el suelo pélvico. En principio, estos implantes se recomendaban a mujeres que habían tenido múltiples partos y que, fruto de ello, sufrían problemas tales como el prolapso (desplazamiento de órganos como el útero o la vagina) e incontinencia urinaria.
Los médicos empezaron a utilizar estos dispositivos en los años 90. Desde entonces, se calcula que ginecólogos de todo el mundo han podido implantarlo en más de 100.000 mujeres. Sin embargo, las primeras complicaciones no salieron a la luz pública hasta el año 2008, casi 20 años después, cuando la Agencia de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, en sus siglas en inglés) recibió más de 1.000 informes alertando sobre los problemas que estaba causando: desde sangrado y dolor durante las relaciones sexuales, hasta infecciones graves e incluso perforaciones en los órganos genitales.
Según la investigación que acaba de ser publicada en la revista The BMJ por el investigador Carl Heneghan y su equipo, un conjunto de fallas normativas permitieron sacar al mercado un dispositivo que carecía de garantías para ser utilizado y que "expuso a las mujeres a daños innecesarios". De hecho, muchas mujeres lo siguen llevando a día de hoy ya que, por su cercanía a los nervios, la malla no puede ser retirada.
¿Qué pudo salir mal?
En Estados Unidos, las mallas transvaginales fueron catalogadas como dispositivos de clase II (riesgo moderado) cuando salieron al mercado, lo que permitió que fuesen comercializadas en base a las equivalencia que había con los dispositivos existentes. Sin embargo, posteriormente se incorporaron cambios importantes en su diseño que no fueron testados ni validados por nuevos ensayos clínicos.
"Los cambios en el diseño deberían haber alertado a los organismos reguladores sobre las importantes diferencias existentes en las características tecnológicas de la malla y estos deberían haber negado su uso", explican los responsables de la investigación. El trabajo también señala que existió una "falta constante de datos a largo plazo" sobre cómo estaba funcionando el dispositivo y que los problemas se identificaron demasiado tarde.
De hecho, tal y como han demostrado otras investigaciones, algunos ginecólogos que trabajaron en el desarrollo de los implantes fueron conscientes de los graves problemas que estos iban a ocasionar ya en 2005. Sin embargo, optaron por proponer mantener prácticas sexuales sin penetración vaginal -entre ellas la sodomía- como estrategia de marketing.
"El modo en el que muchas mujeres han sido tratadas cuando intentaban conseguir tratamiento y apoyo para los implantes de malla que salieron mal es ultrajante, incluyendo la sugerencia por parte de profesionales médicos de que el sexo anal es una alternativa al vaginal", relataba la senadora australiana Rachel Siewert el pasado mes de agosto al periódico The Guardian.
Primeras prohibiciones
Este cúmulo de negligencias sanitarias ha acabado por desatar una tremenda tormenta, cuyas víctimas son miles de mujeres implantadas en todo el mundo y que las autoridades tratan de parar de alguna forma. Australia, por ejemplo, prohibió la semana pasada el uso de estas mallas como método para tratar los daños en el suelo pélvico por la demanda colectiva que interpusieron 700 mujeres contra Johnson & Johnson y, más en concreto, contra Ethicon, la filial que comercializó el modelo de la discordia, el ‘Prolift’.
Otros países, en reconocimiento a los crecientes problemas provocados, han decidido catalogar las mallas vaginales como un producto de "alto riesgo" cuya implantación ha de considerarse como último recurso para corregir el prolapso. Así, por ejemplo, el Instituto Nacional de Salud y Cuidados de Excelencia (NICE) de Reino Unido recomienda que no se use para tratar el prolapso por sus problemas de seguridad.
La Unión Europea aprobó el pasado mes de mayo una nueva normativa, que entrará en vigor en 2020, y que obliga a las compañías a someter este tipo dispositivos médicos a estrictos ensayos clínicos que evidencien su seguridad y rendimiento. Sin embargo, existe un periodo de transición de tres años antes de que la nueva regla entre en vigor que Heneghan y los suyos califican de insuficiente. "Creemos que estos cambios son insuficientes y el gran retraso en la implementación no representa una respuesta oportuna a las necesidades de los pacientes", subrayan.
Su argumentación se basa en que las evidencias de que estos productos podrían ser perjudiciales para las mujeres no surgieron hasta 20 años después de que se introdujesen los primeros productos. "En nuestra opinión, para ser considerado seguro y aprobado para un uso generalizado, los dispositivos implantables a largo plazo deberían haber sido evaluados en estudios con un seguimiento mínimo de cinco años".
Los investigadores recomiendan además establecer un registro de pacientes, de tal manera que se pueda hacer un seguimiento tanto de los dispositivos como de las mujeres que los llevan. "Tales registros deben incluir una identificación única del dispositivo para que cualquier falla se pueda rastrear con facilidad, se monitoreen los patrones de uso y se pueda identificar con mayor facilidad a los pacientes que más tarde se consideren en riesgo", concluyen.