Dicen que el nivel investigador de un país puede medirse por el número de sopladores de vidrio científico que tiene. Pues bien, en España quedan poco más de una docena. "Tres aquí. Otro en la Universidad de Zaragoza. Uno en la Universidad de Alcalá... Otro en la Universidad de Murcia... Dos en Santiago…". En el taller de vidrio de la Facultad de Químicas de la Universidad Complutense, Emilio Elvira enumera los compañeros que aguantan en el oficio como quien presiona la perilla de un cuentagotas que se consume. Y no le salen las cuentas. "Hace un par de años se jubiló otro. Otro más. Los sopladores somos una especie en peligro de extinción".
Rodeado de cachivaches, prototipos y tubos de vidrio de borosilicato (el material con el que se fabrican muchos de los recipientes y utensilios que se utilizan en las ciencias experimentales), este madrileño relata con la pasión de un artesano los avatares de un oficio que durante décadas ha dado forma a las ideas que brotaban del cerebro de los mejores investigadores. "Nosotros no hacemos probetas ni tubos de ensayo. Los sopladores de vidrio científico realizamos prototipos de investigación", reivindica. "Colaboramos directamente con los investigadores y creamos piezas o aparatos que necesitan para sus experimentos. Ellos nos plantean un problema, unas necesidades y nosotros les ofrecemos una solución".
El fuego que emana del soplete de revolver que Elvira maneja con destreza ha servido para alumbrar piezas de lo más variopinto: desde corazones de vidrio utilizados en las facultades de Medicina hasta células para satélites espaciales. El año pasado, sin ir mucho más lejos, colaboró con investigadores del Centro de Tecnología Biomédica de la Universidad Politécnica de Madrid en un proyecto con el que se consiguió crear seda de araña de forma artificial, copiando el procedimiento de estos arácnidos. Los resultados salieron publicados en la revista Nature Chemical Biology.
Al margen de la habilidad manual, los conocimientos en Química o Física resultan fundamentales en el día a día. "Tener una buena base te permite conocer la naturaleza de los materiales y sustancias con las que trabajas, entender cómo se produce una destilación, anticipar las reacciones que se pueden dar a 400 grados de temperatura o predecir el comportamiento del vidrio una vez se enfríe", explica este soplador.
Elvira, que se inició en el oficio con 15 años gracias a su tío, también soplador, es el último de estos profesionales que pudo formarse en el CSIC, allá por el año 86. "Por aquel entonces ya era el soplador más joven. Más de tres décadas después, con 50 años, la cosa no ha cambiado y sigo siendo uno de los más jóvenes".
La anécdota ilustra bien la falta de relevo generacional en un oficio herido de muerte. En los tiempos de bonanza, el máximo organismo científico de nuestro país llegó a tener seis talleres de vidrio. Hoy no queda ninguno. "El último, el que había en el Instituto de Química Física Rocasolano, lo cerraron hace dos años tras jubilarse el único soplador que quedaba". El resto corrió la misma suerte ante la falta de personal. "Ahora, nosotros asumimos desde aquí buena parte del trabajo que requieren los científicos de este organismo".
Como suele ser habitual en los temas relacionados con la ciencia y la investigación, las comparaciones con otros países de nuestro entorno resultan sonrojantes. "La asociación alemana de sopladores de vidrio científico, por ejemplo, tiene más de 2.000 profesionales trabajando en los centros más punteros del país. Nuestra asociación, en su pico más alto, en el año 90, llegó a tener un máximo de 50 sopladores", asegura Elvira.
Así, mientras que países como Estados Unidos, Francia, Reino Unido e incluso la República Checa tienen escuelas, en España no existe ninguna formación reglada con la que poder desarrollar talentos. "Nuestro único afán, desde hace muchísimos años, es que no desaparezca este oficio. Pero cada vez resulta más difícil". La propia Universidad Complutense de Madrid tiene una plaza de soplador de vidrio vacante que no se cubre por la falta de candidatos cualificados. Lo mismo ocurre en otras universidades españolas.
Clara Lorca, una granadina de 31 años formada en Bellas Artes, lleva más de 10 años desarrollando su obra pictórica y escultórica con técnicas basadas en la experimentación de materiales. Desde hace tres meses trabaja codo con codo junto a Elvira en el taller de la Complutense gracias a una de las poquísimas plazas de formación que cada mucho tiempo aparecen en algunas universidades.
Su flechazo con el vidrio soplado fue fruto de la casualidad. "Un día me presenté en un congreso de vidrio sin tener ni idea de qué era aquello. Descubrí que había una grieta, un oficio desconocido al que ya prácticamente nadie se dedica y en el que, curiosamente, en los tiempos que corren, había trabajo. Fue entonces cuando empecé descubrir su magia adictiva", confiesa.
Lo de la adicción al vidrio no es ninguna metáfora. Tal y como reconoce Elvira, la mayoría de sopladores acaban convertidos en una suerte de yonkis del fuego tras años de trabajo delante del soplete. "Las personas que trabajan con altas temperaturas desarrollan estrés térmico. En este estado, nuestro cuerpo comienza a generar endorfinas, como si estuviéramos haciendo deporte. Por eso, cuando terminamos de trabajar estamos como espídicos", relata con media sonrisa en la cara. "Nosotros lo disfrutamos mucho. Es por eso que decimos que el vidrio engancha".
Por el momento, esta adicción ha servido para que el puñado de sopladores que quedan en nuestro país resistan, cual galos contra los romanos, las embestidas de un tiempo -y un Gobierno- que parece haberse olvidado de que la investigación es nuestra mejor arma de futuro. Así lo reivindica Elvira a través de un oficio que desempeña con la pasión de un principiante. Con la esperanza de que algún día la ciencia -y los sopladores de vidrio científico- estén en el lugar que se merecen.