Entre los años 70 y 80 del pasado siglo, y en el erial de la ciencia española de entonces, destacaban unas pocas ramas del conocimiento que, contra todo pronóstico, mostraban un grado de desarrollo envidiable.
Uno de esos islotes de vegetación feraz era la bioquímica. Esto se debió a un pequeño número de científicos que, en las décadas anteriores, habían tenido la fortuna y el tesón necesarios para adquirir en países extranjeros una formación que aquí era inalcanzable, y que habían vuelto para difundirla en su patria.
A este selecto grupo pertenecía Esteban Santiago (Almendralejo, Badajoz, 1931-Pamplona, 2021). Tras estudiar medicina en Sevilla y Madrid, Santiago realizó un doctorado en Bioquímica en el Enzyme Institute de la Universidad de Wisconsin bajo la égida de Lowell E. Hokin y Mabel R. Hokin, dos de los bioquímicos más notables de su generación, que por entonces estudiaban el metabolismo de los fosfolípidos, un tipo de grasas fundamentales en las membranas celulares.
La tesis de Santiago mostraba el descubrimiento de los llamados tetrafosfoinosítidos, un tipo de fosfolípidos que, como tantas veces sucede, no pasaron inicialmente de ser una curiosidad, hasta que, 20 años más tarde, resultaron ser clave para entender múltiples procesos fundamentales para la regulación del metabolismo celular en levaduras, animales y plantas.
Vuelta a España
Santiago volvió a España en 1962 y se incorporó a la incipiente Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra. Mi conocimiento personal de Esteban Santiago (para mí, don Esteban) procede de la época de mi doctorado en esa Universidad.
Mi tesis, leída a finales de 1975, versaba sobre lípidos de las membranas mitocondriales. A través de ella me integré en la gloriosa línea de investigación sobre fosfolípidos, siguiendo a Santiago. Ella ha sido la guía de mi trabajo durante 40 años largos sin que, naturalmente, mis contribuciones puedan compararse a las suyas.
Don Esteban y yo, todo hay que decirlo, éramos personalidades bastante antagónicas, hasta en nuestra respuesta al clima. El termostato extremeño de mi jefe le permitía moverse con facilidad, casi con alegría, en los tórridos veranos pamploneses, mientras que el mío, guipuzcoano, mostraba dificultades de funcionamiento por encima de los 28 grados.
Él era unamuniano, como yo era barojiano, aunque los dos devotos de las rimas de San Juan de la Cruz.
Él intentó, con poco éxito, comunicarme su entusiasmo por la lengua rusa, y yo no supe transmitirle mi pasión por la pirotecnia. Seguramente, no fui un alumno fácil.
En fin, el tiempo es la lija del triple cero que, de manera imperceptible, va borrando todas las aristas. Me queda el recuerdo del sabio, de su integridad profesional y de su inagotable curiosidad intelectual.
Que Dios, en quien él creyó y esperó, le tenga en su seno. Sit terra levis.
Esteban Santiago fue catedrático de Bioquímica en la Universidad de Navarra.