A lo largo de la historia, el ser humano se ha concebido a sí mismo como el único animal con una conciencia de la mortalidad. El filósofo Martin Heidegger llegó a considerarlo la noción más definitoria del ser humano, a quien denominaba ser-para-la-muerte. Solemos pensar que solo nosotros sabemos que la muerte nos llegará inevitablemente, y que el resto de especies viven en una especie de eterno presente, sin conocimiento alguno del destino que les aguarda. A pesar de lo atractiva que pueda resultar esta idea, es recomendable desconfiar siempre que oigamos que tal o cual característica es única del ser humano. Nos encanta contarnos historias acerca de lo especiales y distintos al resto de especies que somos, pero la ciencia de las últimas décadas ha venido desmintiéndolas una por una.
Solíamos pensar que la nuestra era la única especie que usaba herramientas, algo que quedó refutado cuando, en los años sesenta, Jane Goodall observó a los chimpancés de Gombe utilizando palitos para pescar en los nidos de termitas. Desde entonces, hemos descubierto que el uso de herramientas está muy extendido en la naturaleza. Algunas especies de hormiga, por ejemplo, utilizan diversos desechos (como pedazos de hojas o granos de arena) para transportar comida líquida a la colonia.
También nos contábamos que el ser humano era el único animal capaz de comportarse de forma moral. Ahora sabemos que la empatía y los comportamientos altruistas están presentes en muchísimas otras especies. Algunos monos, por ejemplo, prefieren pasar hambre antes que obtener comida a coste del sufrimiento de un congénere. Las ratas liberarán a otra rata que se encuentre atrapada, aunque hacerlo suponga un esfuerzo considerable o incluso tener que renunciar a parte de su comida.
En mi libro La zarigüeya de Schrödinger, fruto de mi investigación post-doctoral en el Instituto Messerli de Viena, recojo la evidencia acumulada en los últimos años que demuestra que tampoco en nuestra relación con la muerte somos una especie aparte. Muchos animales, por ejemplo, atraviesan un duelo tras el fallecimiento de un ser querido. Hace un par de años dio la vuelta al mundo el caso de una orca llamada Tahlequah que perdió a su cría poco después de que naciera y fue observada cargando con el cadáver a lo largo de 17 días y más de 1.000 millas, tiempo durante el cual apenas se alimentaba, demasiado preocupada en no dejar atrás el cuerpo de su bebé. Este comportamiento es muy común entre las madres primate, que a menudo transportan, acicalan y protegen los cadáveres de sus crías durante horas, días, semanas e incluso meses.
El duelo
Los comportamientos de duelo también se dirigen hacia individuos adultos. Hace poco se hizo famoso el caso de un chimpancé adolescente que al fallecer provocó una gran conmoción en el grupo. Sus compañeros se apiñaban en torno al cuerpo, lo inspeccionaban y acicalaban. Algunos incluso llegaron a agredirlo, frustrados ante su falta de respuesta. Pero lo más interesante fue el comportamiento de una hembra adulta que había tenido una relación especialmente cercana con el difunto, y a la que vieron emplear varios minutos en limpiarle los dientes al cadáver con un palito.
Otro caso llamativo fue el del pequeño gorila Segasira, quien perdió a su madre a los ocho años de edad, y a quien observaron sentado junto a su cadáver, durmiendo junto a él, sentado sobre él, abrazándolo y acicalándolo. También fue visto tratando de mamar del cuerpo inerte, a pesar de que hacía varios años que había sido destetado, un comportamiento que se interpretó como un intento de calmar su propia angustia.
Aunque nuestra cultura cumulativa nos permite tener elaboradísimos rituales funerarios que están ausentes en otras especies, vemos en los animales muchos comportamientos, más allá del duelo, que nos recuerdan a varias de nuestras tendencias culturales en torno a la muerte. Los elefantes han sido observados depositando vegetación y tierra sobre los cadáveres de sus congéneres, un enigmático comportamiento que nunca dirigen a individuos vivos y que se asemeja a un entierro rudimentario.
Los cuervos a menudo son vistos congregándose en grupo y dando vueltas en torno a sus fallecidos, una conducta que recuerda a nuestros funerales y que cumple la importante función de permitirles aprender acerca de las circunstancias que rodearon a la muerte del difunto, y así evitar futuros peligros. Entre los grandes simios es también común ofrecerse apoyo social mutuo ante una defunción. Cuando la chimpancé Moni perdió a su bebé, los individuos de su grupo se volcaron en ofrecerle cuidados y cariño. Uno de los simios que más aumentó su afiliación hacia Moni fue Tushi, una chimpancé que no tenía una relación especialmente cercana con ella pero que en el pasado también había perdido a una cría. Entre los animales se dan por tanto manifestaciones de empatía ante la pérdida de un ser querido semejantes a las que se producen entre nosotros.
También disfrutan matando
Entre los comportamientos animales ante la muerte, encontramos también algunas conductas que nos recuerdan al lado más avergonzante del ser humano. Nuestra afición a matar a individuos de otras especies por gusto o por deporte se asemeja al comportamiento de las orcas, quienes aparentemente disfrutan tanto cazando que a menudo parecen hacerlo simplemente por diversión, agrediendo a otros cetáceos hasta matarlos, y después mutilándolos y jugando con sus restos para a continuación dejarlos atrás sin haber probado bocado.
También destacable en este sentido es el comportamiento de los delfines hacia las marsopas. Se les ha visto en multitud de ocasiones acosando a estos cetáceos y atacándolos entre varios, algo que a menudo termina en un fallecimiento. Esta conducta, no obstante, no obedece a motivos predatorios, ya que los delfines nunca se alimentan de sus víctimas, y tampoco parecen ser disputas territoriales ni de defensa, ya que las marsopas no les suponen una amenaza. En cambio, parece ser que es una forma que tienen los delfines de estrechar vínculos entre sí y poner a prueba sus técnicas de pelea, un comportamiento que, por desgracia, no le es completamente ajeno a nuestra especie.
El ser humano, no obstante, no solo mata por gusto a individuos de otras especies, sino que también se caracteriza por aniquilar al prójimo cuando considera que no pertenece a su grupo. Tampoco en esto somos únicos, sino que es algo muy común entre, por ejemplo, nuestros primos más cercanos: los chimpancés. Estos simios a menudo son vistos en coaliciones de cuatro o cinco individuos que se adentran en territorios colindantes, en busca de chimpancés solitarios de otros grupos. Cuando los encuentran, los atacan entre todos hasta que fallecen.
El descubrimiento de estas incursiones supuso la demostración definitiva de que los humanos no son los únicos animales que buscan deliberadamente a otros de su misma especie para exterminarlos. Recientemente también se observó a unos chimpancés aniquilando a un bebé que había nacido con albinismo dentro de su propio grupo. Aunque los infanticidios son comunes en esa especie, en este caso el comportamiento pareció estar motivado por la apariencia tan extraña de la cría, algo que recuerda a algunos de los episodios más lamentables de la historia de la humanidad.
Pero ¿hasta qué punto tienen los demás animales una conciencia de la mortalidad? En mi libro La zarigüeya de Schrödinger argumento que el concepto de la muerte es mucho menos complejo de lo que solemos pensar y que está muy extendido en la naturaleza. El mejor ejemplo para demostrar esto es el que da título a la obra. La zarigüeya es un marsupial que, al sentirse amenazado, se transforma en una versión cadavérica de sí mismo. Se queda completamente inmóvil, sus funciones vitales se reducen al mínimo, su lengua se vuelve azul e incluso despide un líquido de olor putrefacto de sus glándulas anales. Al contrario de lo que pudiera sugerir su convincente disfraz, la zarigüeya está pendiente de su entorno, lista para volver a la acción en cuanto pase el peligro. Como el gato en la paradoja de Schrödinger, la zarigüeya está viva y muerta al mismo tiempo.
Conciencia de la muerte
Pese a lo elaborado de este mecanismo de defensa, se trata de un comportamiento automático y la zarigüeya seguramente tenga tan poca noción de que se está haciendo la muerta como un insecto palo tiene de que se parece a un palo. No obstante, la existencia misma del show de la zarigüeya nos demuestra que, como mínimo, los depredadores que se alimentan de esta especie tienen un concepto de la muerte.
Esto se debe a que, si no postulamos un concepto de la muerte en estos depredadores, es imposible explicar cómo habría llegado a evolucionar el comportamiento de la zarigüeya. Al igual que la existencia de insectos palo nos demuestra que sus depredadores tienden a confundirlos con palos (y por tanto tienen un concepto de palo como algo que no les interesa comerse), el disfraz cadavérico de la zarigüeya nos demuestra que los depredadores tienden a tomarla por muerta cuando está en ese estado, y por tanto que tienen un concepto de lo que significa estar muerto.
Desde que el comportamiento y la mente de los animales empezó a estudiarse sistemáticamente el siglo pasado, muchas de las características que considerábamos que nos definían han ido cayendo a medida que hemos venido encontrando, como poco, formas rudimentarias de las mismas en otras especies. El ser humano no es el único animal que utiliza herramientas ni el único capaz de comportarse moralmente. Ahora sabemos que tampoco es el único en matar aposta y por gusto, ni el único en sentir duelo ante el fallecimiento de un ser querido, ni el único en tener una comprensión de la mortalidad. Aunque nuestra relación con la muerte sea especial en muchos sentidos, encontramos también en este ámbito muchísima continuidad. No somos una especie aparte, nos guste o no. Somos tan solo un animal más.
*Susana Monsó es doctora en Filosofía y profesora en la UNED. 'La zarigüeya de Schrödinger' (Ed. Plaza y Valdés), a la venta desde este miércoles. Feria del Libro de Madrid (caseta 156).