Por qué creemos en ideas raras
Los expertos tratan de comprender por qué los seres humanos somos dados a sostener teorías conspiranoicas y creencias absurdas en contra de las pruebas científicas.
14 agosto, 2016 02:37Noticias relacionadas
Dicen que todas las modas son cíclicas, y no sólo en lo que vestimos. Después de atravesar una época oscura en la que incluso sus propios defensores, como la investigadora Wendy Connors, hablaban de la "muerte de la ufología", algunos indicios sugieren que los ovnis vuelven a resurgir de sus cenizas. Según una encuesta de 2015, un 56% de los estadounidenses cree en ellos, lo que ha inducido a algunos analistas a afirmar que la ola ovni regresa con fuerza después de la resaca. Y sin embargo, no parece que hoy tengamos pruebas más sólidas que hace un decenio o dos, a pesar de que ahora existen más cámaras en manos de más gente que jamás en la historia de la humanidad.
Si nos guiáramos meramente por la razón, deberíamos reconocer que el tiempo juega en contra de la existencia de los ovnis: cuantas más décadas pasan sin que obtengamos una prueba definitiva, más probable es que todo sea sencillamente un fenómeno sociológico sin ningún fundamento real; o sea, una inmensa leyenda. Y sin embargo, no parece que esta forma de pensar convenza a muchos.
Pero no se trata sólo de los ovnis: recientemente, más de un centenar de premios Nobel reprocharon a Greenpeace su oposición a los cultivos transgénicos, justo después de que un informe exhaustivo de 400 páginas firmado por más de 100 expertos y recogiendo 900 estudios previos concluyera que estos alimentos no provocan ningún perjuicio y en cambio aportan múltiples beneficios. Y sin embargo, es evidente que un gran sector de la sociedad aún los rechaza a pesar de las pruebas, como también que el movimiento antivacunas perdura en contra de todo el conocimiento científico, lo mismo que el negacionismo del cambio climático.
Tampoco se trata sólo de ciencia: los principales expertos auguraban consecuencias negativas si Reino Unido abandonaba la Unión Europea, y aun así una mayoría de los británicos votó a favor del Brexit. Ahora, muchos analistas vaticinan una hecatombe geopolítica si el candidato republicano a la presidencia de EEUU Donald Trump llega a la Casa Blanca, pero es obvio que esta posibilidad no está ni mucho menos descartada.
Las razones de la sinrazón
¿Cuál es la razón de toda esta sinrazón? ¿Por qué los seres humanos nos empeñamos en mantener ideas sin fundamento, potencialmente nocivas o sencillamente absurdas, en contra del conocimiento científico o de las recomendaciones de los verdaderos expertos? Éste es el fenómeno que Andre Spicer, profesor de Comportamiento Organizacional de la Cass Business School de la City University London, y Mats Alvesson, profesor de Administración de Empresas de la Universidad de Lund (Suecia), abordan en su libro The Stupidity Paradox (La paradoja de la estupidez) (Profile Books, 2016).
Spicer y Alvesson quitan la razón a Forrest Gump: tonto no es el que hace tonterías. No somos estúpidos, pero ello no evita que caigamos fácilmente en la estupidez, a pesar de que nunca hemos tenido mayor volumen de información a nuestro alcance. Tampoco se trata de que los expertos hayan perdido credibilidad pública: las encuestas recogidas por los autores sitúan el nivel de confianza en los expertos de la academia y la industria en un 70%.
La explicación estriba en cómo estamos hechos: lo mismo que nos hace inteligentes es lo que nos lleva a la estupidez. Nuestra mente no es una tabla rasa, sino que estamos sujetos a sesgos cognitivos. Según explica a EL ESPAÑOL David G. Robertson, experto en estudios religiosos y teorías de conspiración de la Universidad de Edimburgo (Reino Unido) y autor del reciente libro UFOs, Conspiracy Theories and the New Age (Ovnis, teorías de la conspiración y la Nueva Era) (Bloomsbury, 2016), "las pruebas científicas están bien, pero simplemente la mayoría de la gente no toma sus decisiones diarias por ellas, sino por la experiencia personal, el testimonio de otros, intuición... Todo el que es religioso o está enamorado no basa sus decisiones en las pruebas científicas".
Curiosamente, y en contra de lo que parecería lógico, Spicer y Alvesson alegan que los humanos en general no dedicamos profundos y largos procesos de deliberación a formarnos juicios, sino que esto lo hacemos en un instante. Según escribe Spicer, "una vez que hemos tomado estas decisiones, lo que a menudo ocurre en milisegundos, comenzamos el laborioso proceso de probar que tenemos razón". Nos concentramos en encontrar información que confirma nuestra postura e ignoramos aquella que la cuestiona. "Cuando los hechos no casan con nuestras creencias, preferimos cambiar los hechos, no nuestras creencias". Hace una centuria ya decía Unamuno que los españoles no leemos periódicos para formarnos opinión, sino para reforzarnos la que ya tenemos. Pero al parecer, no somos los únicos.
Cuando los hechos no casan con nuestras creencias, preferimos cambiar los hechos, no nuestras creencias
Spicer y Alvesson recuerdan casos concretos de corporaciones abocadas al desastre por este pensamiento estúpido. "En las organizaciones suele haber fuertes presiones y seducciones para pensar y sentir como los otros, para encajar y adaptarse a la dirección y a las culturas corporativas", señala Alvesson a EL ESPAÑOL. "La estupidez funcional significa que la gente huye de la reflexión, de hacer preguntas críticas y de pensar fuera de un marco simplificado y confortable".
Y las consecuencias pueden ser catastróficas: en menos de un decenio, el logo de Nokia pasó de estar presente en los teléfonos móviles de millones de usuarios a desaparecer como marca, debido a un cúmulo de decisiones erróneas que nadie osaba cuestionar. Y naturalmente, toda organización tiene sus credos, llámese Nokia o Greenpeace.
Pensamiento contra sentimiento
Podría parecer que lejos de las organizaciones las cosas deberían suceder de otra manera. "En la vida pública la gente es más libre y puede, en principio, desarrollar sus propias ideas", dice Alvesson. Y sin embargo, la situación no es muy diferente: "También aquí hay fuerzas masivas culturales, comerciales y mediáticas", añade. "Como a veces hay tantas ideas y contraideas sobre asuntos diversos, es fácil encontrar apoyo para casi cualquier visión, así que siempre hay algún respaldo para las ideas estúpidas".
Un caso representativo es el de los cultivos transgénicos. Quizá porque es uno de los ejemplos en que existe una disonancia más apabullante entre los hechos científicos y la opinión popular, abundan los estudios dedicados a explorar el porqué de este desajuste. "Los científicos piensan y el público siente", titulaba un estudio de 2004 sobre la materia. Y ahí podría residir la clave: en otro trabajo publicado el año pasado, un equipo de filósofos y biotecnólogos llegaba a la conclusión de que la oposición a los alimentos genéticamente modificados ejerce una "atracción fatal" guiada por la intuición, las emociones y los criterios culturales, que los activistas antitransgénicos han sabido explotar.
Todo lo cual tiene sentido sabiendo cómo funciona nuestro cerebro, según confirma a EL ESPAÑOL el neurocientífico de la Universidad de Cardiff (Reino Unido) Dean Burnett, que recientemente ha publicado el libro The Idiot Brain (El cerebro idiota) (W. W. Norton & Company, 2016). Burnett subraya que, por impresionante que nos parezca el cerebro, el pensamiento racional, la lógica y la deducción son novedades evolutivas que apenas acabamos de estrenar. "Durante la mayor parte de nuestra historia, nuestro cerebro ha tenido que confiar en presunciones, intuiciones, corazonadas y anécdotas, y esta es una tendencia profundamente arraigada que llega hasta hoy". Es decir, que como especie racional, aún estamos en pañales.
Además, "el cerebro es muy obstinado", agrega Burnett. "Si ya tiene un modelo de cómo funciona el mundo, cualquier cosa que trate de cambiarlo supondrá una amenaza". Esto explica otra observación de Spicer y Alvesson, y es que aumentar el flujo de información no necesariamente logra el efecto deseado. Los autores advierten de que una campaña más intensa de los expertos puede crear un sentimiento de rechazo que intensifique la oposición; cuanto más fuerte es el disparo, mayor puede ser el retroceso. Los autores citan como ejemplo el movimiento antivacunas, que ha salido fortalecido de las campañas destinadas a dejar en evidencia las falacias que predica.
Y por supuesto, en casos como los transgénicos y las vacunas siempre subyace el elemento conspiranoico, la idea de que poderosos agentes globales tienen comprados a todos los científicos, periodistas y políticos para que hablen y actúen en su favor. En contra de lo que podríamos pensar, el fenómeno no es nuevo. Según cuenta a EL ESPAÑOL el profesor emérito de Sociología de la Universidad de Rutgers (EEUU) Ted Goertzel, parte del éxito de la Revolución Americana en el siglo XVIII se debió a la propagación de la falsa teoría de que los británicos pretendían esclavizar a los americanos y abolir la religión protestante. Por descontado, hoy las redes sociales son la incubadora perfecta para las conspiranoias más diversas.
Pasión por la conspiración
Sobre el posible perfil del conspiranoico también se ha investigado y se ha escrito mucho, pero los resultados no parecen aún cerrar el caso. Para Goertzel, los aficionados a las teorías de la conspiración que no tienen un interés personal en ello -como, por ejemplo, un hijo con autismo- son personas inteligentes que disfrutan desmontando los razonamientos de otros. "Hacen alegaciones e insisten en que otros les refuten, confiando en el hecho de que puede ser muy difícil o imposible probar la ausencia de algo", dice.
Burnett apunta que algunos estudios de neuroimagen han revelado diferencias en los circuitos cerebrales empleados en el pensamiento de las personas más racionales y las más supersticiosas; en estas últimas, la corteza prefrontal, nuestro centro del raciocinio, es menos capaz de imponerse sobre los procesos más emocionales o intuitivos. "Es debatible si esto es un fallo del cerebro o sólo una consecuencia del desarrollo, pero sugiere que hay una diferencia tangible", reflexiona Burnett.
Pero si hay algo claro es que la imagen general del conspiranoico como un tarado no se sostiene. El neuropsicólogo Sebastián Diéguez, de la Universidad de Friburgo (Suiza), mostró el año pasado en un estudio que los conspiranoicos no suelen ser esos maniáticos que vinculan la caída de un meteorito en Malasia con la puesta en marcha de una línea de metro en Toronto; el trabajo de Diéguez probó que, para ellos, no todo está conectado. Y aunque otros estudios han asociado la conspiranoia con ciertos rasgos psicológicos, como el pesimismo o las tendencias paranoides, Diéguez recalca a EL ESPAÑOL que "debemos ser cuidadosos con las generalizaciones". Eso sí, añade: "Investigaciones recientes de otros grupos muestran un fuerte vínculo entre la creencia en teorías conspirativas y el rechazo de la ciencia".
Ante todo este panorama, no parece fácil salir de nuestra infancia racional. Los expertos resaltan la importancia de la educación en el pensamiento crítico y reflexivo basado en las pruebas, no en las contradicciones del relato oficial; ya que éstas, asegura Goertzel, a menudo son inevitables. La comunicación de los expertos también debe mejorar, aunque no sea la bala mágica. Pero Alvesson agrega que el problema a veces está en los medios, que "a menudo dan prioridad a seudoeventos, por ejemplo, las convenciones políticas en EEUU, mientras que los asuntos significativos a largo plazo no atraen tanta atención". Y quien dice EEUU, dice España.
El problema a veces está en los medios, que a menudo dan prioridad a seudoeventos, por ejemplo, las convenciones políticas en EEUU
Sin embargo, Burnett opina que el foco debe centrarse en el contacto personal, más que en la tribuna de los expertos. "La gente responde mejor a otra gente; es otra rareza de nuestro cerebro, un resultado de nuestra evolución en comunidades". "En cualquier caso, es un camino muy cuesta arriba", concluye. Y es que algo parecen tener las ideas sin fundamento, potencialmente nocivas o sencillamente absurdas, que a pesar de todo nos resultan sexys. Sobre todo, apunta Robertson, cuando son nuevas: "Hay una atracción por la novedad". Y cita un ejemplo que pulveriza todos los récords del disparate, pero que está regresando con vigor en los foros conspiranoicos: la idea de que la Tierra, en realidad, es plana.