Los productos calificados como orgánicos y naturales han conquistado las estanterías no solo de tiendas especializadas, sino también las de los supermercados convencionales. Si bien sirven para atraer a aquellos consumidores que quieren llenar su cesta de la forma más saludable posible, estos calificativos no siempre tienen un fundamento científico. Además, pueden afectar negativamente a la venta de otros alimentos igual de sanos.
Este fenómeno es objeto de análisis en un estudio publicado en Applied Economic Perspectic and Policy, cuyos autores han revisado la literatura científica en este ámbito para identificar al "bueno, el feo y el malo" del etiquetaje referido al procesamiento de los alimentos. En total, más de 90 trabajos sobre la respuesta de los consumidores a esta información presente en los envases.
Su conclusión consiste en que, pese a ser interpretada como un signo de calidad y crear valor para clientes y productores, su verdadero significado no siempre se entiende y puede estigmatizar a otros alimentos convencionales, incluso cuando no hay evidencias de que estos sean peores o perjudiciales.
Los malentendidos podrían afectar especialmente a aquellas personas con menor capacidad económica. Si el objetivo de estas etiquetas es hacer las cadenas de producción más transparentes y garantizar la buena calidad de todos los alimentos, las que "asustan a la gente" obtienen el efecto contrario, según estos investigadores de las universidades estadounidenses de Delaware, Cornell y Colorado.
Dentro de la Unión Europea, los calificativos de ecológico, biológico y orgánico se consideran análogos. Se refieren a aquellos alimentos de origen animal o vegetal cuya producción cumple ciertas normas que garantizan la ausencia de compuestos químicos como pesticidas y de algunos tipos de semillas y plantas. Sin embargo, advierten los autores, estas etiquetas no especifican los efectos que pueden tener estas prácticas en propiedades como el sabor o la salubridad de la comida.
Para brindar información más completa a los consumidores, los investigadores sugieren la introducción de cambios en las normas que rigen el etiquetado. Los gobiernos, proponen, deberían fomentar aquellas etiquetas que indiquen cómo la forma en que son procesados afecta a importantes factores de calidad, como el número de calorías.
"Confiar únicamente en las etiquetas de procesamiento es una actitud de laissez-faire que deja el componente educativo del etiquetado a los medios masivos, los líderes de opinión e incluso los supermercados, que no siempre constituyen fuentes fiables de información", advierte Kent Messer, líder del estudio y experto en economía, agricultura y recursos naturales de la Universidad de Delaware.
La parte positiva: 'el bueno'
Por supuesto, las etiquetas de tipo "orgánico" o "de comercio justo" cumplen con una función muy positiva: permiten a los consumidores comprar aquellos alimentos producidos de acuerdo a sus valores y preferencias. Estos pueden, por ejemplo, adquirir café cultivado con criterios éticos, como los relacionados con el respeto al medioambiente y las condiciones laborales de los trabajadores que garantiza la etiqueta de la Organización Internacional de Comercio Justo.
Este tipo de información tiende un puente de confianza entre los clientes y los productores al permitir a los usuarios asomarse a las cadenas de producción. Las denominaciones de esta clase facilitan, además, la penetración de nuevos productos en el mercado o la creación de nichos muy específicos para artículos por los que muchos están dispuestos a pagar precios mayores.
El 'malo' de la película
La parte negativa, advierten los investigadores, es la ingente cantidad de información y opciones a las que se enfrentan los consumidores al entrar en un supermercado y que pueden confundirles. Además, no solemos entretenernos en bucear entre tantos datos como para realizar una selección pormenorizada.
La escasez de tiempo, unida a la presencia de muchas etiquetas, hace que acabemos eligiendo mal. La de "natural", por ejemplo, un clásico en los envases, dice en realidad muy poco. Sin embargo, algunas personas pueden atribuirle significados erróneos y creer que los alimentos que la llevan son orgánicos o que no contienen organismos genéticamente modificados. La información de este tipo no contribuye a que los clientes compren lo que realmente están buscando ni por lo que, muchas veces, están pagando un precio más alto.
Otra situación habitual es el exceso de optimismo en la interpretación de las etiquetas. Que una tableta de chocolate o cualquier otro tipo de dulce cumpla los requisitos de comercio justo no significa que tenga menos calorías. Ni el calificativo de orgánico indica que el alimento en cuestión sea más saludable. Pero los consumidores podrían entenderlo de esta manera debido a la cantidad de mensajes e información confusa que reciben.
A pesar de que las prácticas de producción orgánica suponen beneficios para los agricultores y el medio ambiente, "hay muy pocas evidencias de que sean más sanas para los consumidores", recuerda el trabajo.
El lado más 'feo'
Pero las peores consecuencias, según los investigadores, se producen cuando las etiquetas no solo parecen indicar un inexistente efecto positivo, sino que encubren implicaciones negativas que los clientes desconocen.
Un ejemplo son las etiquetas que identifican los alimentos de comercio local. Si bien es cierto que consumir productos de la zona puede ser beneficioso para la economía del lugar y para el medioambiente en muchos casos, este último no siempre sale mejor parado. Por ejemplo, cultivar tomates en un territorio que no ofrece las condiciones adecuadas exige un gasto energético considerable para que las hortalizas crezcan, y puede ser menos sostenible que transportarlas desde otro lugar.
Por último, Messer alerta sobre los miedos alimentarios que han suscitado muchas etiquetas y que no están respaldados por la ciencia. A pesar de que las indicaciones que califican los productos como libres de algún componente (como el gluten o la lactosa) son muy útiles para intolerantes y alérgicos, abusar de estas denominaciones y aplicarlas innecesariamente puede confundir a los consumidores. Es decir, calificar un alimento como libre de gluten si no lo tiene normalmente puede despertar temores y afectar negativamente a los artículos de otros fabricantes.
La llegada al mercado de nuevos alimentos supuestamente más sanos que los producidos convencionalmente con un precio más asequible puede perjudicar a estos últimos, ya que los clientes podrían verlos como la opción más insalubre sin razón. Y también a los propios consumidores, que se sentirían obligados a pagar más para llevarse un producto presuntamente más sano.
Según Messer, debido a este tipo de reacciones de rechazo difícilmente predecibles, algunas empresas optan por no innovar y no aplicar la ciencia y tecnología para mejorar sus alimentos; no saben cómo responderán los clientes ni si otras compañías pondrán al público en su contra por presentar un producto novedoso y diferente.
"Si actualmente conseguimos alimentar a tantas bocas es gracias a los avances en la ciencia y tecnología de los cultivos. Si estos comienzan a asustarnos, tendremos un impacto a largo plazo en los más pobres que podría ser muy negativo. Y las etiquetas que solo indican el procesamiento podrían empeorar las cosas", concluye el investigador.