El queso, como todo el mundo sabe, procede de la leche. A través de la fermentación de este líquido se separa la cuajada del suero. Para realizar este proceso, es necesaria la acción de ciertas bacterias beneficiosas, aunque también se puede realizar este proceso a través de enzimas o de calor. La cuajada es la que se trata y después se deja madurar y curar para formar los quesos. El animal del que se obtiene la leche, los tiempos de curación, y otros aspectos, condicionan el sabor y el tipo de queso resultará del proceso.
Mientras que la leche tiene un 88% de agua en su composición, el queso manchego curado, por ejemplo, contiene un 35%. Esta circunstancia provoca que los nutrientes se encuentren más concentrados en el producto sólido. Es decir, la cantidad de calcio es mucho mayor en el queso, así como las vitaminas del tipo B y las proteínas. Sin embargo, el queso también contiene un número muy superior de calorías y de grasa a la leche.
Los quesos contienen un porcentaje considerable de ácidos grasos saturados y también de colesterol. Por esta razón, no debe consumirse de manera habitual: la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que el consumo de grasas constituya alrededor de un 30% de la dieta, pero siempre primando las de tipo insaturado. Las grasas saturadas deben constituir, tan sólo, el 5% de nuestra dieta diaria. Además, a la hora de comprar un queso también es importante diferenciar aquellos han sido sometidos a algún proceso térmico. Los quesos frescos son considerados probióticos y ayudan a la salud intestinal.