Hoy en día vivimos la fiebre de la nutrición. Millones de personas se han subido al carro de la buena alimentación con la motivación de vivir más años y con más calidad. Este nuevo modo de vida se ha caracterizado por ser muy revisionista y ha condenado, sobre todo, los desayunos y las meriendas del pasado. El cacao instantáneo, las galletas, los chococrispis, los bocadillos de pan blanco con una hilera de onzas de chocolate con leche… Muchos se echan a llorar cuando recuerdan que han formado parte de su alimentación diaria durante toda la infancia.
Todos estos alimentos contienen una gran cantidad de azúcares libres, de harinas refinadas y de grasas saturadas. Estas palabras, que ahora asociamos a la obesidad, a las caries y a posibles enfermedades metabólicas e, incluso, al cáncer, hace unos años dejaban indiferentes a una gran cantidad de los consumidores. De hecho, se pensaba que el chocolate era bueno para la inteligencia y las galletas, los cereales y la bollería ayudaban a tener energía durante todo el día. Sin embargo, las abuelas no terminaron de aprobar del todo los productos industriales.
Por ello, estas grandes benefactoras compitieron contra la perversa industria alimenticia con su bizcocho de yogur. Tres huevos, un yogur, un vasito de yogur con aceite, otro con azúcar, otros tres con harina, ralladura de limón y levadura. Una bomba calórica, pero hecha en casa. Y, simplemente por ello, las abuelas consideraban que era bueno. Sin embargo, lanzaban una advertencia: no se debe comer recién salido del horno.
¿Fermentación en nuestro estómago?
El origen de este mito no está claro. En internet se puede observar que la creencia más extendida es que cuando el bizcocho sale del horno todavía no se ha cocinado del todo y si, en vez de dejarlo reposar, nos lo comemos la fermentación terminará en nuestro estómago. A partir de entonces se produciría un dolor de tripa que unos han achacado al crecimiento del bollo en su interior y, otros, a la liberación de los gases de la fermentación.
"Los bizcochos, caseros o industriales, pueden ser indigestos por muchos factores y no sólo por la temperatura. La bollería contiene una gran cantidad de grasas y de azúcares, que son nutrientes que dificultan la digestión", razona Sonia González, dietista-nutricionista y autora del sitio web sonianutricion.com. "La temperatura no impacta de manera relevante en la digestión del bizcocho. Esta creencia es un mito y lo que sí puedes conseguir es achicharrarte la lengua".
González afirma que no es posible que la fermentación continúe tras el horneado en el estómago. Las levaduras vivas que producen la fermentación mueren durante el horneado. "Pero además, lo normal es que los bizcochos cocinados en casa se elaboren con levaduras de tipo Royal. Este producto no contiene organismos vivos, sino que son gasificantes. Es decir, no existe una verdadera fermentación en ellos". Los gases que se forman en el interior del bizcocho, o del pan, y que producen burbujas tienen la capacidad de volatilizarse rápidamente.
Temperatura y calorías
La temperatura, sin embargo, sí que cumple un determinado papel en la digestibilidad de algunos carbohidratos. Es el caso de la patata o el arroz, que tienen almidones fibrosos que no se pueden digerir en crudo. "Cuando se cocinan se ablandan y, en consecuencia, se pueden digerir. Si estos dos alimentos se cuecen en agua se puede observar que esta se vuelve blanquecina. Una parte de los almidones se separa del alimento cuando está hidratada y gelatinizada".
Es decir, las fibras ablandadas pueden ser asimiladas por las enzimas del organismo. Con el paso del tiempo, algunas de estas fibras se enfrían y pierden la capacidad de ser digeribles. "Es lo que se conoce como retrogradación del almidón. Una pasta recién cocida tiene más carbohidratos asimilables y, por tanto, el cuerpo asimila más calorías. Si se deja enfriar, el organismo asimilará menos carbohidratos".
En el caso del bizcocho no habría diferencias calóricas dependiendo de la temperatura. Sonia González tiene claro: "ni frío ni caliente, cómete un fruta".
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