Todo fue un accidente, un error, una negligencia, un descuido, una casualidad que le ha endulzado la vida a millones de personas en los últimos 140 años. Una noche de 1879 el químico ruso Constantin Fahlberg se sentó a cenar y todo le sabía extrañamente dulce. Tras los primeros momentos de desconcierto descubrió que el motivo era él mismo: no se había lavado después de trabajar en su laboratorio, así que alguna sustancia que manejaba debía tener aquel sabor, mucho más potente que el del azúcar.
"Me senté, partí un trozo de pan, me lo llevé a la boca y sabía indescriptiblemente dulce", explicó más tarde en una entrevista. Tras la sorpresa, bebió agua y "parecía jarabe". Así descubrió que era él quien impregnaba todo lo que tocaba de aquella dulzura.
Fahlberg trabajaba en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, en Estados Unidos –de hecho, tenía nacionalidad americana–, junto al también químico Ira Remsen. En el laboratorio estaban analizando compuestos de alquitrán de hulla y allí volvió tras su cena fallida. "Probé el contenido de cada vaso de precipitados y de cada plato de evaporación que había sobre la mesa. Afortunadamente para mí, ninguno contenía sustancias corrosivas o venenosas", reconoció.
En uno de los recipientes estaba la clave, así que junto a Remsen analizó la composición química, las características y las reacciones de aquella dulce sustancia, que era ácido anhidroortosulfaminebenzoico. Durante meses estudiaron los mejores modos de sintetizarlo y finalmente publicaron un artículo científico que dio a conocer al mundo su descubrimiento, aunque no fue muy bien recibido. Muchos pensaron que era una broma, incluso fueron acusados de haberse inventado el hallazgo, y en cualquier caso, nadie consideró que pudiera tener aplicación.
Una polémica patente
Años más tarde, en 1884, y tras darle muchas vueltas al asunto, Fahlberg patentó un método para realizar la síntesis de forma barata y a gran escala. Aquello dinamitó su relación con su compañero de laboratorio, ya que el ruso no contó con Remsen y comenzó a propagar la idea de que él había sido el único inventor de la sacarina, el nombre comercial que le había puesto al nuevo producto.
En realidad, Fahlberg conocía bastante bien el sector, puesto que había sido contratado por una empresa importadora de azúcar como perito. La compañía quería defenderse en un juicio sobre la calidad de su producto y el ruso estuvo realizando análisis en el laboratorio de Remsen antes de su feliz hallazgo.
De la ciencia al negocio
Después de patentarlo y una vez abandonada la universidad, montó un pequeño negocio en Nueva York para fabricar en serie el primer edulcorante artificial de la historia. El éxito le animó a pensar en objetivos más grandes y con ayuda de un familiar que vivía en Leipzig montó una fábrica en suelo alemán. Aquello terminó por ser un negocio millonario que acabó por despegar definitivamente durante la I Guerra Mundial, cuando hubo problemas de suministro de azúcar, aunque Fahlberg ya no estaba para verlo, puesto que murió en 1910.
Hoy en día la sacarina procede de la síntesis química del tolueno y de otros derivados del petróleo. Su potencia edulcorante es tan alta que se suele utilizar en disolución acuosa. Se trata de un edulcorante no calórico que se emplea en muchos productos y como sustituto del azúcar, especialmente para aquellas personas que, como los pacientes diabéticos, la tienen desaconsejada en su dieta.