Hoy en día, el enemigo número uno de la alimentación saludable es el azúcar. Bueno, los azúcares libres y añadidos. Sin embargo, hace unos años se pensaba que el componente realmente malo de los alimentos era la grasa. El miedo a engordar y a sufrir enfermedades cardiovasculares llevó a muchas personas a evitar alimentos grasos, sí, pero también cardioprotectores. El pescado azul fue, entonces, uno de los productos más malentendidos de aquella época. Ahora las grasas se conocen en mayor medida y no nos resulta extraño que algunas de ellas nos protejan de enfermedades.
En el lenguaje popular, las grasas se han subdividido en dos grupos: las buenas y las malas. Las primeras, en un lenguaje más técnico, serían las insaturadas y las segundas, las saturadas y las trans. ¿Por qué se les han adjudicado estos roles? Todas las grasas, tanto buenas y malas, suponen 9 calorías por cada gramo. Se trata del macronutriente más calórico que contienen los alimentos. Sin embargo, cada una tiene una composición molecular diferente y, sobre todo, efectos en el cuerpo distintos.
Las grasas insaturadas son líquidas a temperatura ambiente y pueden ser de dos tipos: monoinsaturadas o poliinsaturadas. Se dice que tienen efecto cardioprotector porque actúan, o bien, favoreciendo el colesterol bueno (HDL), o bien, evitando la acumulación del colesterol en general. Pero, además, los ácidos grasos insaturados tienen efecto antiinflamatorio, una cualidad importante para evitar la obstrucción de vasos sanguíneos. Tanto las grasas saturadas como las trans son sólidas a temperatura ambiente. En este caso, este tipo de ácidos grasos favorecen la acumulación de colesterol malo (LDL), el sobrepeso y, en consecuencia, la enfermedad cardiovascular.