Es un círculo vicioso: los trastornos del sueño como el insomnio nos inducen atracones de comida insana -bollos, dulces, patatas fritas o galletas- que, combinado con el desajuste en los ciclos circadianos que regulan el sueño y la vigilia en nuestro organismo, van a multiplicar los efectos negativos sobre nuestra salud tales como la obesidad y el riesgo de diabetes de tipo 2.
Pero, ¿por qué nos ocurre esto? Un estudio publicado en la revista eLife arroja luz sobre los mecanismos que nos llevan a preferir productos densamente calóricos y ricos en grasas cuando sufrimos privación de sueño, y apunta a algunas estrategias para evitar caer en una espiral de hábitos dañinos.
Para empezar, el trabajo señala a una culpable: la nariz, o el sistema olfativo para ser precisos. Los efectos del insomnio se producirían a dos niveles: en el primero, nuestro olfato se vuelve hipersensible para agudizar la captación de olores y mandar señales al cerebro sobre lo que es comestible y lo que no.
Pero en el segundo, se altera la comunicación entre las regiones cerebrales que han recibido información sobre la comida, por lo que la decisión sobre cuáles debemos priorizar se ve modificada en la misma medida.
"Cuando sufres privación de sueño, estas áreas del cerebro no están recibiendo suficiente información, y lo sobrecompensamos eligiendo comida cuya señal energética es más fuerte", indica Thorsten Kahnt, profesor asistente de Neurología de la Escuela de Medicina Feinberg de la Universidad Northwestern (EEUU) y líder del estudio.
"Pero también podría darse que estas otras regiones pierdan el contacto con las señales agudizadas que recibe el cerebro. Eso es lo que nos conduciría también a elegir dónuts y patatas chips", añade Kahnt.
La bioquímica del insomnio
Investigaciones previas habían observado que la falta de sueño incrementa los niveles de determinados receptores neuronales denominados endocannabinoides, involucrados en procesos como -efectivamente- la respuesta al cannabis o el apetito. Los produce el organismo de forma natural y juegan un papel en la reacción a los estímulos olfativos, y entre ellos, a los alimentarios.
"Lo juntamos todo, y nos preguntamos si los cambios en la ingesta de alimentos una vez producida la privación de sueño tienen que ver con cómo el cerebro responde a los olores de la comida y si, finalmente, los cambios en los endocannabinoides están detrás de ello", explica Kahnt. "¿Qué nos hace comer de forma diferente?"
Para averiguarlo, diseñaron un experimento en dos partes con 29 hombres y mujeres de entre 18 y 40 años. Fueron divididos en dos grupos: el primero disfrutó de una noche completa de sueño y, pasadas cuatro semanas, se restringió su descanso a cuatro horas. El segundo grupo siguió el ciclo contrario: empezó durmiendo poco y pudo descansar a partir de la segunda semana.
A la mañana siguiente, los investigadores sirvieron un desayuno controlado a cada uno de los participantes, seguido de almuerzo y cena. Pero tenían acceso a lo largo del día a aperitivos si lo deseaban, y se anotó qué y cuánto comían.
"Lo que vimos fue que sus selecciones alimentarias iban cambiando. Cuando les faltaba sueño, preferían comida con mayor densidad energética, es decir, más calorías por gramo, como las galletas con chips de chocolate", explica el investigador jefe.
A continuación se tomaron muestras para medir los niveles de dos endocannabinoides en sangre, los compuestos denominados 2-AG y 2-OG. Se pudo comprobar que los niveles de este último se elevaban después de la noche en la que el paciente durmió poco, y que se producía una alteración en sus hábitos alimenticios en consecuencia.
Un hambre de lobo
Para completar, los investigadores sometieron a los participantes a un escáner de imagen por resonancia magnética funcional (IRMf) antes de comer. Les presentaron una serie de olores, algunos alimentarios y otros no para ejercer de control, mientras observaban su corteza piriforme, la primera del cerebro que recibe información desde la nariz.
En esa región, comprobaron, la diferencia de actividad entre los estímulos provenientes de la comida y los que no era mayor cuando el individuo se había visto privado de sueño que cuando estaba descansado.
La información de la corteza piriforme viaja a continuación hasta otra región, la corteza insular, que recibe las señales claves para regular la alimentación: olores, sabores, saciedad del estómago... Pero las ínsulas de los participantes exhaustos sufrían una conexión reducida entre las dos áreas.
Este fenómeno, concluyen, estaba relacionado con el incremento del endocannabinoide 2-OG y con las alteraciones en la dieta producidas por la falta de sueño. "Cuando la corteza piriforme no se comunica correctamente con la ínsula, la gente empieza a comer comida más calórica", concluyen.
Conscientes de este fenómeno, la estrategia pasaría por evitar exponernos a las comidas más tentadoras pero nocivas cuando sabemos que somos especialmente vulnerables por la falta de sueño. "Podríamos, por ejemplo, dar un rodeo y evitar una cafetería con dónuts la próxima vez que tengamos que tomar un vuelo a las seis de la mañana", sugiere Kahnt.
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