El consumidor se enfrenta a tres grandes enemigos a la hora de elegir su alimentación: Grasas, azúcares y sal, que son, y no es casualidad, ingredientes abundantes en la denominada 'dieta occidental'. Las consecuencias vienen en forma de obesidad, que ha alcanzado el rango de epidemia en el mundo desarrollado, y sus enfermedades relacionadas como las metabólicas y cardiovasculares.
Es en este última clasificación en donde el consumo de sal juega un papel crítico: los españoles consumimos un total de 5.060 mg diarios de sodio diarios, mientras que el límite que marca la Organización Mundial de la Salud (OMS) marcan que no se superen los 5.000 mg. Así lo determinaba un estudio coordinado por la Fundación Española de la Nutrición (FEN), que señalaba que gran parte de esta ingesta es inconsciente: nos 'pasamos' con la sal al comer carne procesada o panes refinados, por ejemplo.
El consumo de sal tiende a elevar la presión arterial, lo que puede conducir a una dolencia cardiovascular crónica prevalente, la hipertensión, y a un aumento del riesgo de ataque cadíaco y de infarto. Uno de los mecanismos que se han asociado con una elevada ingesta de sodio es el de la sed: una dieta salada impulsaría al individuo a beber más a menudo, lo que contribuiría, entre otros efectos perniciosos, a una mayor retención de líquidos.
Sin embargo, en fecha muy reciente, se han publicado estudios que apuntan a un posible efecto contrario: el consumo elevado de sal no solo no estimularía la sed, sino que impulsaría la pérdida de peso al modificar el gasto energético en el organismo. El prestigioso The New York Times llegaba a publicar un artículo titulado 'Por qué todo lo que sabemos sobre la sal podría ser falso', citando dos artículos publicados en la revista Journal of Clinical Investigation y realizados con astronautas rusos.
Los cosmonautas en aislamiento habían recibido una dieta rica en sodio, y el fenómeno que observaron los investigadores fue que lo que aumentaba no era su sed, sino su hambre. Al mismo tiempo, expulsaban tanta sal cuanto más ingerían por la orina, pese a beber menos. Por último, detectaron elevados niveles de glucocorticoides, hormonas capaces de descomponer las reservas de grasa en caso de privación para recuperar agua.
La conclusión fue que una dieta salada, sin ser recomendable -los glucocorticoides también afectan a la masa ósea, la muscular y al metabolismo-, sí provocaba un aumento del índice de "quema" de grasas.
Dejar la sal no engorda
La aparición de investigaciones que contradicen o enmiendan las recomendaciones sanitarias no es inusual en el mundo de la nutrición, un ámbito relativamente moderno en el que confluyen numerosos intereses comerciales. En fecha reciente, un estudio cuestionaba las limitaciones al consumo de carne roja y procesada que propone la OMS. El artículo y los estudios sobre la sal, por su parte, ha cimentado un peligroso mito: que comer con menos sal ayuda a engordar.
Así, personas que deberían reducir su ingesta de sodio para cuidar su corazón lo estarían evitando por miedo a ganar peso. Para zanjar la controversia, un estudio liderado por Stephen Juraschek del Beth Israel Deaconess Medical Center (EEUU),y publicado en la revista Hypertension, presenta unas conclusiones tajantes: para un adulto con hipertensión, tomar menos sal se relaciona con tener menos sed, orinar un menor volumen de líquido (lo que indica que se bebe menos) y un descenso en la presión arterial. El metabolismo, por otra parte, permanece inalterado.
A partir de datos de pacientes que se sometieron a pruebas con la dieta DASH, especificamente diseñada para la hipertensión, los investigadores evaluaron tres niveles de ingesta de sodio sobre la presión arterial: bajo, intermedio y alto. Se compararon los resultados, además, con otro grupo de control que seguía la ya citada dieta occidental, y se midieron factores como el impacto en su gasto energético, su peso, su sensación general de sed y su volumen de orina durante 24 horas.
Los investigadores descubrieron que reducir la ingesta de sodio no afectó a la cantidad de energía requerida para mantener un peso estable, al tiempo que redujo la sensación de sed del paciente, mientras que el volumen de orina se mantenía estable o se reducía. No había, por lo tanto, modificación alguna del ritmo metabólico ni impedimento a la "quema" de grasas, mientras que el principal objetivo saludable, la reducción de la presión arterial, sí se cumplía.
"Nuestro estudio contribuye significamente al debate científico y subraya la importancia de la reducción de sodio como método para mejorar la tensión", explica Juraschek. "Las recomendaciones sanitarias que se enfocan a que el consumo de sal en la población general se reduzca para mejorar la presión arterial deberían continuar sin miedo a contribuir a la ganancia de peso".