Pocos temas ha provocado tanta controversia en el ámbito de la nutriología como el del consumo de carne. La polémica arrecia desde hace cinco años, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó del potencial cancerígeno de la carne roja (como el vacuno, el porcino o el cordero) y procesada (embutidos, salchichas y otras carnes envasadas). Los productos cárnicos procesados, los más desaconsejados, se relacionaban con un aumento de un 18% del riesgo de desarrollar cáncer de colon por cada 50 g. extra ingeridos.
Desde entonces, las evidencias en favor de reducir la cantidad de carne roja y procesada en nuestra dieta se han ido acumulando: sustituirla por alternativas como la proteína vegetal o el pescado ayuda a proteger contra la diabetes, las enfermedades cardiovasculares y contra otros tipos de cáncer. Más aún: una reducción de 85 g. en nuestro consumo de carne semanal se relacionaba recientemente con un riesgo 17% menor de morir prematuramente por cualquier causa. Y desde el incipiente campo del estudio del microbioma, los microorganismos que habitan en nuestro tracto intestinal, se vincula su ingesta a un aumento de la inflamación y de las bacterias nocivas.
Todo sumado, no es de extrañar el terremoto que supuso la publicación hace pocos meses de una polémica revisión que apuntaba en dirección opuesta: las evidencias sobre riesgo que supone el consumo de carne roja y procesada eran "bajas", y si había algún beneficio de dejar de comerla, era tan pequeño a gran escala que no justificaba recomendar el cambio de hábitos alimenticios. Pero incluso esa controvertida tesis admitía que hay más variables involucradas que la meramente nutricional: que las dietas ricas en carne son insostenibles para el planeta, en concreto, y que plantean problemas éticos sobre los derechos de los animales.
Prueba de que todavía no se ha dicho la última palabra es una nueva revisión que publica JAMA Internal Medicine y que no solo viene a rebatir la investigación que "indultaba" a la carne roja y procesada, sino que incluye entre los alimentos sobre los que alerta a uno considerado generalmente como "seguro": el pollo. Efectivamente, el ave es carne 'blanca', también llamada magra por contener una menor concentración de grasas saturadas, por lo que su consumo se permitiría hasta tres veces a la semana. El nuevo estudio, sin embargo, introduce matices.
El pollo que hay que vigilar
Así, según los investigadores de la Northwestern Medicine and Cornell University (EEUU), comer dos raciones de carne roja, carne procesada o pollo a la semana se relacionaría con un riesgo de enfermedad cardiovascular entre un 3% y un 7% superior. Asimismo, estas dos raciones semanales de carne roja o procesada -pero no de pollo- supondrían un 3% más de posibilidades de morir prematuramente por cualquier causa. El consumo de pescado, por otra parte, no conllevaría ningún riesgo aparejado.
"Es una diferencia pequeña, pero vale la pena intentar reducir el consumo de carne roja y procesada como la mortadela, el salchichón y los fiambres", explica la investigadora senior, Norrina Allen. Al calor del anterior estudio, "todo el mundo interpretó que había vía libre para comer carne roja, pero no creo que eso sea lo que respalda la ciencia", valora la profesora. "El consumo de carne roja se ha asociado de forma consistente con otros problemas como el cáncer".
Para llegar a esa conclusión, los investigadores extrajeron los datos a treinta años de seis cohortes de pacientes, que sumaban en total cerca de 30.000 individuos, de una media de edad de 53,7 y de ambos sexos. El resultado más sensible, como ya hemos adelantado, es un aumento del 4% en el riesgo cardiovascular ligado al pollo; sin embargo, los propios autores del estudio admiten que no cuentan con suficientes pruebas como para emitir una recomendación al respecto.
Hay indicios, sin embargo, de dónde reside el riesgo en el pollo, adelanta el investigador principal, Victor Zhong: no tanto en la carne de ave sino en la forma de prepararla. En concreto, sería el pollo frito o rebozado, una forma de preparación que, cuando no se hace con aceites vegetales de calidad como el de oliva, incorpora las nocivas grasas 'trans', habituales en la producción industrializada de comida y que la OMS califica como uno de los peores riesgos sanitarios. No convendría abusar del pollo frito, en cualquier caso, ni llegado el caso, comerse la piel.
"Modificar la ingesta de proteína animal dietaria es una importante estrategia para reducir el riesgo cardiovascular y la muerte prematura para la población general", insiste Zhong. En ese sentido, recomiendan el pescado, el marisco y las fuentes de proteína vegetal como las nueces y las legumbres, que están infrarrepresentadas en la denominada 'dieta occidental' y que tendríamos al alcance recuperando nuestra tan frecuentemente olvidada dieta mediterránea.