No siempre podemos elegir lo que comemos y, cuando podemos, en la elección influye toda una serie de factores culturales, ambientales, psicológicos y, cómo no, biológicos. Sí, lo que nos gusta comer también va en nuestros genes. Así, una vez más –y esto no es nuevo–, nuestro comportamiento está determinado en parte por la naturaleza y en parte por el ambiente.
Los profesionales de la salud tienden a señalar que lo que nuestras hijas e hijos prefieren comer suele depender de lo que encuentran en casa, si bien madres y padres percibimos que la elección les viene de nacimiento.
En este sentido, un estudio llevado a cabo en una población de 2.402 familias con gemelos analizó la contribución de la genética y del ambiente sobre la inclinación hacia toda una amplia variedad de alimentos. Los resultados indican que la genética domina en la elección de vegetales, frutas y proteínas, mientras que el ambiente lo hace sobre lo que picoteamos, los lácteos y los azúcares.
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O sea, que a nuestros hijos les gusten los alimentos más sanos y nutritivos, esos que intentamos incluir en su dieta, depende de la genética; en cambio, lo que más engorda y es menos sano depende de que lo encuentren a mano.
Y sí, son bien conocidos los casos de gemelos a quienes a ambos les gusta –o disgusta– lo mismo. Otro estudio llevado a cabo también con este tipo de hermanos, y que incluía a más de 2.000 individuos, mostró que la elección de la comida basada en sabores y características nutritivas similares estaba determinada no sólo por el ambiente compartido, sino también por la genética.
¿Y qué ocurre cuando los gemelos se hacen mayores? Que el factor heredable se mantiene: si no les gustan las lentejas, ninguno come lentejas. Sin embargo, la influencia del ambiente compartido desaparece en favor de la experiencia personal: cada uno decide si tener a mano o no, para picotear, de lo que más engorda.
Tres grupos de alimentos
A mediados del pasado mes de mayo se publicó un interesante estudio, llevado a cabo en nada más y nada menos que 161.625 individuos, acerca de qué variaciones en los genes se relacionan con los alimentos que nos gustan o que no.
En primer lugar, los autores establecieron tres grandes grupos de alimentos: los altamente palatables y energéticos (postres, carnes y los muy sabrosos y agradables); los de pocas calorías (vegetales, frutas y cereales); y los que vamos probando por gusto, es decir, los adquiridos (café sin endulzar, bebidas alcohólicas, quesos y vegetales de sabor fuerte).
A continuación los relacionaron entre sí. Detectaron una correlación de elección de moderada a alta entre los de pocas calorías y los adquiridos, mientras que la elección de los muy sabrosos y energéticos era independiente de cualquiera de los otros dos grupos. Este resultado sugiere que los procesos que subyacen a la elección de las comidas tan gustosas son independientes a los demás.
Después relacionaron la presencia de variaciones en los genes con el consumo de alimentos y detectaron 1.401 asociaciones entre las variantes genéticas y la elección de determinados alimentos. Por ejemplo, encontraron que la mutación rs1229984-SNP, localizada en la enzima que degrada el alcohol, se vinculaba al consumo de la mayoría de las bebidas alcohólicas, si bien el efecto disminuía si las bebidas eran más fuertes. Es decir, la mutación permite la tolerancia al alcohol pero hasta cierto punto.
Cuando se priorizaron los genes con variantes, destacaron aquellos que codifican para receptores de sabores y olores. Así, la mayor asociación se detectó para el gen OR4K17 (un receptor olfativo) y el gusto por la cebolla.
Entre los receptores de sabores, se identificaron relaciones entre los de sabores amargos y los grupos de alimentos adquiridos y de pocas calorías. Concretamente, variantes del gen TAS2R38 se vincularon a comidas saladas, bebidas alcohólicas, el rábano y la toronja o pomelo.
Además, el gen FGF21, que codifica para un modulador celular y que previamente se había asociado al consumo de dulces, se relacionó negativamente tanto con las comidas fuertes y muy grasas como con el pescado, los huevos y la mayonesa.
Los cinco sabores
Otros estudios confirman este tipo de predisposición congénita. Un trabajo presentado recientemente en el congreso de la Sociedad Americana de Nutrición, realizado sobre 6.230 personas, ha identificado la asociación entre variantes genéticas y cada uno de los cinco sabores básicos (dulce, salado, amargo, agrio y umami), así como también con factores de riesgo cardiometabólico.
Para ello han desarrollado la llamada puntuación poligénica del sabor (PPS), que proporciona un valor sencillo a partir del efecto acumulativo de diferentes variantes génicas sobre la percepción de un sabor concreto. Una PPS alta para lo dulce indica, por ejemplo, que una persona tiene una predisposición elevada a percibir ese sabor.
Los resultados mostraron que los genes relacionados con los sabores amargo y umami están más relacionados con la calidad de la elección de los alimentos en la dieta. Así, los participantes con mayor PPS-amargo comen dos porciones menos de cereales que los que puntúan más bajo, y los de mayor PPS-umami comen menos vegetales que los que son menos proclives a experimentar ese sabor.
Por otro lado, este grupo de investigación ha detectado que los genes relacionados con la sensibilidad hacia el dulzor son más importantes para la salud cardiometabólica. Un PPS-dulce alto está relacionado con una menor concentración de triglicéridos.
Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor del primer tratado de gastronomía, pronunció en el siglo XIX el famoso aforismo "dime lo que comes y te diré quién eres". Hoy también podemos decir "dime lo que comes y te diré cómo son tus genes", y viceversa.
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**Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.