Ya es otoño, época de lluvias, tonos ocres y… setas.
La relación entre el ser humano y las setas ha sido siempre complicada. Por un lado, algunas de ellas son comestibles, otras son venenosas o alucinógenas y otras muchas, aunque inofensivas, tienen sabor desagradable o textura correosa.
Por todo esto, es necesario nombrarlas con mucha precisión a través de sus nombres comunes o “micónimos”. Pero, al contrario de lo que ha ocurrido con los nombres vernáculos de plantas y animales, las designaciones de las setas no han tenido una gran difusión, quedando ligadas a la tierra a la zona donde crecen, formando repertorios muy distintos en zonas relativamente próximas.
¿Cuánto más al sur menos setas?
En el territorio nacional español la tradición de la búsqueda de setas ofrece marcadas diferencias entre el norte y el sur. En las zonas de Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña, e incluso en la montaña valenciana, la tradición -y por tanto el repertorio de términos utilizados para designar a las diferentes setas- es enorme. Las sociedades micológicas catalanas y vascas son referentes.
Pero en el sur, incluidas las Islas Canarias, a pesar de haber tanta riqueza micológica como en el norte, las setas se relacionaron, tradicionalmente, con brujas y demonios y fueron, por tanto, poco consumidas. Solo las trufas, turmas y criadillas de tierra (hongos hipogeos, es decir, cuyos cuerpos fructíferos se forman bajo tierra) se salvaron de esta mala fama.
Como las zonas con tradiciones “seteras” más asentadas tienen sus propias lenguas, la difusión de los nombres generales ha sido muy lenta y poco arraigada. Pero, afortunadamente, las leyendas van perdiendo fuerza en las tierras del sur y se ha despertado un afán irrefrenable de conocer y probar las setas, además de desarrollar un turismo que cada día cobra más adeptos.
En la actualidad, existen sociedades micológicas en toda España que intentan fomentar el conocimiento de las setas entre la ciudadanía con la elaboración de fichas donde se incluyen los nombres comunes.
Pero cuando una tradición limitada a determinadas zonas y enclaves rurales se intenta extender y hacer general, siempre hay “víctimas”, y en este caso éstas pueden ser los nombres locales de las setas.
Se abre la veda de las setas
En la designación de los elementos de la naturaleza, las necesidades de comunicación crean, suprimen o mantienen el vocabulario. La gran mayoría de los usuarios del idioma desconocen o recelan de los nombres científicos y necesitan un término común para designar a los seres vivos que van descubriendo.
En el caso de las setas, eso incluye la castellanización de los términos científicos. Así es muy frecuente oír o leer nombres presuntamente comunes como amanita, agárico, boletus, foliota, etc., cuando en verdad son simples derivados de los nombres científicos de estas especies.
También es habitual la generalización de un nombre que desplaza a los términos autóctonos. Por ejemplo, para designar una de las setas más apreciadas y extendidas por toda la península, Lactarius deliciosus, el término casi genérico que hoy puede verse es el de níscalo. Pero en realidad hay más de 50 registrados para designar a estas setas en castellano: almizcle, borracho, carolinas, carrasqueño, cebollón, guíscano, etc. A esos habría que añadir los términos catalanes (esclatasangs, robelló), gallego (fungu lleitariegu) y vasco (esne gorri o ziza gorri).
Esta popularización también puede producir el efecto contrario: la difusión de un término local. Es el caso de faisán, nombre que en las sierras de Sevilla y Córdoba se da a una especie similar a los boletos, Leccinum lepidum. Hoy el término está muy popularizado y es común en páginas web y redes sociales.
La razón del éxito de estos términos locales se encuentra en la necesidad que surge a medida que los buscadores de setas van conociendo nuevas especies. El grupo de los boletos es un ejemplo llamativo. Los poco conocedores llaman así a todas las setas con poros amarillos o blancos bajo el sombrero, pero a medida que se van distinguiendo las diferentes especies se hacen necesarios nuevos nombres. Ahí aparece la utilidad de los localismos: bosta de vaca (Suillus spp), calabaza (Boletus edulis) y faisán (Leccinum lepidum).
Se necesita mucho trabajo para evitar la pérdida irreparable que representaría tanto la desaparición de la nomenclatura local, sustituida por nombres derivados de nombres científicos, como la confusión que produce el uso de muchos términos en un mismo territorio para designar a una misma especie.
¿Dónde buscar el nombre general?
La respuesta debería ser en un diccionario de acceso en línea, en concreto el Diccionario Académico de la Lengua Española (DLE), cuyo propósito es recoger el vocabulario general utilizado en España y en los países hispánicos. Los hablantes que deseen expresarse en español debieran encontrar en él recursos suficientes para descifrar textos escritos y orales.
Una rápida búsqueda nos permite localizar una treintena de voces relacionadas con las setas. Entre ellos, encontramos los genéricos, hongo y seta, junto a una decena de términos americanos o localismos peninsulares. Solo menos de una veintena pueden entenderse como micónimos generales: bejín, carraspina, champiñón, colmenilla etc.
En cambio, llama la atención que, frente a este escaso número de términos, el propio diccionario incorpora más de treinta relacionados con plagas y enfermedades producidas por hongos (cornezuelo, mildiu, negrilla, quemadura, etc.) y otras tantas palabras derivadas de tecnicismos (agárico, amanita, micosis, fúngico, etc.).
Las definiciones de los términos presentan también una importante falta de precisión. Por ejemplo, en la voz boleto, la definición es "nombre común de varias especies de setas, comestibles o no, que crecen especialmente en los bosques de coníferas". Esta identificación puede incluir decenas de especies diferentes, lo que dificulta la comunicación entre los buscadores de setas.
Los “micónimos” son quizá los términos relacionados con la naturaleza peor representados en el DLE, tanto en cantidad de términos como en sus definiciones. Sin duda es necesario que se tomen en consideración las nuevas necesidades de los hablantes ante este grupo de voces que enriquecen nuestra lengua.
* María-Teresa Cáceres-Lorenzo es profesora e investigadora de la ULPGC, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
* Marcos Salas Pascual es investigador asociado al Instituto de Estudios Ambientales y Recursos Naturales, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.