Es muy habitual encontrar en el supermercado productos “sin aceite de palma” o “con aceite de girasol alto oleico”. Y es lógico pensar que estos son mejores que los que no llevan estos reclamos. Pero ¿estamos en los cierto? ¿Realmente son alimentos saludables?
El aceite de palma
Hace unos años se montó un gran revuelo con el aceite de palma como consecuencia de un informe de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA). En él advertía del riesgo para la salud que suponen varios compuestos químicos muy presentes en este aceite: MCPD y GE. Estos también están en el aceite o grasa de palmiste.
La cantidad de estos compuestos que tomamos es, en general, excesiva, por lo que suponen un riesgo real para nuestra salud. De hecho, el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC) determinó que algunos de ellos pueden aumentar el riesgo de padecer cáncer.
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Esta no es la única razón para reducir el consumo de aceite de palma. Tanto este como el aceite/grasa de palmiste contienen una gran cantidad de grasas saturadas. Tomar mucho de estas grasas hace que aumente el riesgo de mortalidad, así como el de sufrir enfermedad coronaria y diabetes tipo 2.
Los medios de comunicación y las redes sociales se hicieron eco de estos riesgos en su momento, especialmente los relacionados con los MCPD y los GE. Por ese entonces, el uso de estos aceites estaba muy extendido y eran ingredientes habituales en productos procesados muy diversos.
Los podíamos encontrar en margarinas, bollería, galletas, dulces, salsas, productos infantiles y así en una larga lista. A partir de ese momento, la industria alimentaria ha venido eliminando el aceite de palma en gran parte de sus productos.
Este cambio suele venir acompañado del reclamo “sin aceite de palma”, destinado a llamar nuestra atención. Pero lo cierto es que ese mismo reclamo también lo llevan muchos otros productos que nunca han tenido una versión anterior con este aceite, pero que intentan aprovechar el tirón.
La menor presencia de estos aceites en los productos que consumimos es, sin duda, una mejora nutricional importante. Sin embargo, debemos resistir la tentación de pensar que solo por no tener aceite de palma los productos son saludables: depende del conjunto de nutrientes que contienen, y no solo de un ingrediente.
El aceite de girasol alto oleico
Este aceite lo podemos encontrar destacado en el etiquetado de muchas galletas, aunque también en otros productos como la bollería. Es diferente del normal porque las grasas que predominan son distintas.
En los aceites existen tres tipos de grasas: saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas. Las primeras son las que debemos evitar según hemos señalado anteriormente. Las otras dos son denominadas grasas saludables.
La Federación Española de Sociedades de Nutrición, Alimentación y Dietética, FESNAD, recomienda que la mayor parte de la grasa que ingiramos sea monoinsaturada. Según su último informe, las dietas ricas en este tipo de grasa tienen efectos beneficiosos para nuestro sistema cardiovascular.
La mayoría de las grasas del aceite de girasol alto oleico son monoinsaturadas, mientras que en el aceite de girasol normal son poliinsaturadas. En lo que sí coinciden ambos es en que tienen pocas grasas saturadas.
Por el contrario, los aceites de palma, palmiste o coco, la mantequilla o la manteca de cacao tienen una gran cantidad de grasas saturadas. Cuando el aceite de girasol alto oleico sustituye a estos en los productos, es una buena noticia.
Sin embargo, en ocasiones sucede que el producto que presume de llevar aceite de girasol alto oleico también lleva esos otros aceites/grasas no recomendables. Una vez más, no basta con conocer si lleva o no una sustancia: debemos leer todos los ingredientes en su etiquetado.
La clave, las grasas saturadas
La ausencia de aceite o grasa de palma/palmiste o la incorporación de aceite de girasol alto oleico son mejoras interesantes en los productos. Sin embargo, con esto no basta y es fundamental elegir productos con la menor cantidad posible de grasa saturada.
Para ello debemos consultar la tabla donde se recogen los nutrientes que contiene el producto. Por normativa, en ella debe indicar la cantidad de grasas saturadas por 100 g de alimento.
A modo orientativo, se considera que un alimento es bajo en grasas saturadas cuando no supera los 1,5 g (0,75 g si es líquido). Para quien quiera mayor precisión, estas tampoco deben aportar más del 10 % de la energía total. Podemos obtener este dato multiplicando la cantidad de grasas saturadas por 900 y dividiendo entre las kilocalorías.
A pesar de todas estas consideraciones, la mejora del tipo de grasas de un producto no lo convierte en saludable. De hecho, la mayor parte de los que usan estos reclamos no son saludables por su alto aporte calórico, además de llevar sal y azúcares añadidos.
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rofesora Titular de Nutrición y Bromatología - Directora del proyecto BADALI, web de Nutrición. Instituto de Bioingeniería, Universidad Miguel Hernández.** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.