El sobrepeso y la obesidad suponen un problema global que afecta a centenares de millones de personas en todo el mundo. Y la explicación no es tan simple como una falta generalizada de voluntad y autocontrol: hay raíces biológicas más profundas que contribuyen al problema.
Partamos de la base de que nuestros ancestros evolucionaron a partir de unas condiciones en las que el acceso a la comida era limitado. La alimentación de los homínidos dependía de la capacidad para recolectar y para cazar. Esto implicaba mantener una actividad nómada dependiente de dónde crecían ciertas plantas comestibles y de los movimientos de las manadas de animales que cazaban.
Por otro lado, gran parte de nuestra historia transcurre en cuatro épocas de glaciaciones en las que carecer de nutrientes podía ser relativamente común. Así que nuestro organismo se adaptó a la ingesta de alimento en época de abundancia y a ayunos más o menos prolongados en épocas de carestía. Y lo hizo almacenando energía en forma de grasa con vistas a los momentos de escasez.
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Este sería un rasgo maravilloso de nuestra especie si no fuera porque ya no hay manadas de animales a los que perseguir, ni tampoco tenemos que dar largas caminatas en busca vegetales y frutas. La agricultura y la ganadería lo han cambiado todo. El esfuerzo que necesitamos hacer para alimentarnos se limita a ir a una tienda o supermercado, abrir el frigorífico, poner la sartén con comida en el fuego o, incluso, calentar el plato de comida en un microondas en apenas un minuto.
Si a todo ello le sumamos la pandemia de sedentarismo que sufrimos, llegamos a una situación en la que ingerimos mucho más de lo que nuestro organismo necesita a la vez que consumimos demasiado poco. El resto lo hace nuestra biología, que tiende a almacenar “por si las moscas”.
El estómago apenas trabaja
Pero aún hay más. Con la facilidad para procesar alimentos gracias a la industria agroalimentaria, cada vez ingerimos nutrientes con mayor capacidad de absorción, por lo que nuestro estómago ni siquiera tiene porqué hacer grandes esfuerzos para convertirlos en nutrientes fácilmente asimilables a través del intestino.
Estos alimentos ultraprocesados contienen altas cantidades de azúcares, grasas y sales. Y su ingesta, incluso por parte de la madre durante la gestación, ha sido considerada un riesgo para desarrollar sobrepeso y obesidad.
De hecho, los estudios identifican como principales causantes del incremento de la obesidad a dietas hipercalóricas, generalmente muy baratas, y la reducción de la actividad física.
Un ciclo vicioso
No se trata solo de una cuestión estética: hay mucho en juego, especialmente la salud. El gran problema de la obesidad radica en el desequilibrio que produce en todo el organismo, sobrecargando la regulación metabólica. De hecho, uno de sus más conocidos efectos es la diabetes tipo 2, que reduce la respuesta a la insulina incrementando así la glucemia en sangre. Esto, a su vez, aumenta el riesgo de sufrir infartos, problemas circulatorios, neuronales, renales, inflamatorios y visuales entre otros.
Otro de sus efectos más claros consiste en la sobrecarga del sistema cardiovascular, que acaba produciendo fallo cardiaco. Ni que decir tiene que el desequilibrio producido por la obesidad también conduce a respuestas anómalas del sistema inmunitario que provocan deficiencias frente a las infecciones víricas y bacterianas.
A esto se le suma que a veces existen defectos hormonales como por ejemplo la reducción de los niveles de leptina, la hormona que controla el apetito, y de los sistemas que la regulan. Esto puede aumentar la sensación de hambre y hacernos ingerir un exceso de alimentos, aunque no los necesitemos. Sin olvidar el importante papel de la leptina en el control de múltiples procesos, desde el crecimiento hasta el ciclo menstrual o el sistema inmunitario.
Por ello, sobrealimentar a los niños desde muy pequeños puede llevar a un desequilibrio en la sensación de hambre que conduce al sobrepeso y a la obesidad sin que se den cuenta. Esas cucharaditas forzadas de papillita en exceso pueden estar generando un gran problema.
Los hábitos de vida importan
Por tanto, si conocemos que nuestro organismo está predispuesto a almacenar grasa fácilmente, y que los sistemas de regulación de la ingesta se pueden descompensar sobrealimentando en la infancia e incluso durante la gestación, no podemos obviar que poniendo algo de nuestra parte ayudamos a controlar la situación. Sin que eso suponga ignorar que existen problemas de obesidad relacionados con el complejo sistema genético que controla el metabolismo.
Cuando no existen esos problemas genéticos, si mejoramos los hábitos alimenticios de los niños, además de los hábitos de lo padres, e incrementamos la actividad física, simplemente por una cuestión de termodinámica, la cantidad de grasa se adaptará a las necesidades del organismo. Podemos estar predispuestos genéticamente a ser obesos, pero también podemos intentar controlar los sistemas que regulan la acumulación de grasa en nuestro cuerpo controlando la ingesta y el gasto calórico.
No olvidemos la cantidad de efectos perjudiciales que producen el sobrepeso y la obesidad, desde problemas de motilidad y estructura ósea a metabólicos, inmunitarios e incluso cognitivos. No es desdeñable hacer un esfuerzo.
Una ingesta más moderada y de mayor calidad nutricional siempre ayudará, sea cual sea nuestra predisposición genética.
* Guillermo López Lluch es Catedrático del área de Biología Celular. Investigador asociado del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo. Investigador en metabolismo, envejecimiento y sistemas inmunológicos y antioxidantes, Universidad Pablo de Olavide.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.