A estas alturas estamos habituados a encontrar en las estanterías de los supermercados productos, como los yogures, con “sabores” de lo más variopintos: limón, vainilla, macedonia, fresa, plátano, piña, pera, galleta, frutas del bosque…
Pero, siendo científicamente rigurosos, ¿de verdad es esto así? ¿Cuántos sabores somos capaces de diferenciar? Y, sobre todo, ¿es correcto llamarlos “sabores”?
Aroma y sabor: la diferencia
La clave para atinar con la respuesta consiste en ser capaces de distinguir entre olores (aromas) y sabores.
El aroma y el sabor están directamente relacionados con dos sentidos químicos: el olfato y el gusto. Ambos detectan moléculas químicas de nuestro entorno a través de unos quimiorreceptores localizados en sus correspondientes órganos sensoriales: la nariz (pituitaria) y la lengua (papilas gustativas), respectivamente. Los de la boca son receptores de contacto o gustativos; los de la nariz, de distancia u olfatorios.
Hasta aquí podemos pensar que aroma y sabor tienen mucho en común. Sin embargo, mientras que el aroma –o mejor dicho, olor– es una percepción causada por entes químicos (moléculas odorantes) que han sido detectadas por el sentido del olfato, el sabor es una percepción integrada causada por entes químicos detectados por tres sistemas sensitivos diferentes. Nos referimos al sentido del olfato, el sentido del gusto y la quemoestesis (sentido a medio camino entre el tacto y el dolor).
Eso implica que el olor influye también el sentido del sabor. Y es debido al hecho de que las moléculas odorantes son capaces de alcanzar la pituitaria no solo por la nariz (ortonasal) sino también a través de la boca (retronasal).
Sentidos para sobrevivir
El sentido del olfato es el encargado de detectar y procesar los olores. Es el sentido más intenso desde que nacemos, el más primitivo y el que tiene una conexión más íntima con el área del cerebro que gobierna las emociones y los recuerdos, es decir, el sistema límbico.
Ente sus principales funciones se encuentra la supervivencia individual: olfateando podemos protegernos de alimentos en mal estado y otros peligros, como escapes de gas o incendios. Además, juega un papel importante en la atracción sexual, que a su vez es clave para la supervivencia de la especie.
En cuanto al gusto, su desarrollo ha ido muy ligado a la evolución de los mamíferos: sirve para discernir si los alimentos están en condiciones de ser ingeridos o si, por el contrario, pueden resultar dañinos.
Cien mil olores y cinco sabores
¿Sabría decir cuántos olores somos capaces de reconocer los humanos? La respuesta puede sorprender: aunque solo intervienen 347 receptores olfativos, todas sus combinaciones nos permiten diferenciar hasta un billón de olores distintos.
Relacionado con esto, en el año 1991 se descubrió una gran familia de genes (3 % de nuestro genoma) que controlan la producción de receptores específicos para diferentes sustancias químicas. El estudio mereció el Premio Nobel de Medicina trece años después (2004), concedido a sus autores Linda Buck y Richard Axel.
Siguiendo con los números, aunque esta vez del gusto, la lengua, como órgano sensorial, posibilita con sus más de 10 000 papilas la existencia del sentido del gusto. Pero ¿qué son estas papilas? Consisten en unas pequeñas protuberancias, presentes en la membrana mucosa de la boca, que cuentan con unas neuronas quimiorreceptoras capaces de convertir la información química que llega a las mismas en mensajes nerviosos que viajan al cerebro.
Sin embargo el número de sabores que distinguimos es muy inferior al de olores: solo hay cinco sabores básicos para los que se ha descubierto un receptor químico en la lengua, y se trata del dulce, salado, ácido, amargo y umami.
¿Por qué identificamos estos sabores? Sin duda, por la información esencial que cada uno de ellos nos proporciona.
El sabor dulce nos informa de que estamos ingiriendo alimentos de alto contenido calórico (energía), mientras que el sabor umami (del japonés, que significa “sabor delicioso”) nos indica que consumimos alimentos ricos en proteínas. El salado detecta las sales minerales de la comida, mientras que los sabores ácido y amargo – que, dicho sea de paso, no solo están en la boca– nos advierten de que un alimento está dañado o bien contiene compuestos nocivos para la salud.
Por cierto que en los últimos años algunos investigadores han ampliado a ocho los sabores, sugiriendo que se incluyan astringente, picante y adiposo. Pero aún no hay consenso a nivel científico y sí mucha controversia.
¿Yogures con sabor a fresa?
Un detalle a tener muy cuenta es que el 80 % de lo que se detecta como sabor corresponde, en realidad, a las sensaciones olfativas que experimenta la nariz cuando entra un alimento en la boca. Y de ahí la relación entre aroma y sabor.
En la lengua anglosajona existe el término flavour, que engloba aroma y sabor. Pero en español no hay un término así.
Si los humanos solo diferenciamos cinco sabores básicos, y el 80 % del sabor es, en realidad, aroma, entonces lo que denominados “sabor a fresa” o “sabor a limón” sería, en realidad, “aroma a fresa” y “aroma a limón”.
* Laura Culleré Varea es personal docente e investigador de la Facultad de Ciencias de la Salud., Universidad San Jorge.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.