En el estado de Haryana, en la India, algunos padres que, alrededor del año 2010, llevaban a sus hijos a vacunarse, recibían a cambio un kilo de azúcar y un litro de aceite. Sólo algunos, no todos. Formaban parte de un estudio para comprobar si instalar más campos médicos e incentivar con regalos a las familias servía para mejorar las tasas de inmunización de los niños, un problema masivo y fundamental en los países subdesarrollados.
A los dos años, las vacunaciones habían aumentado al triple solo por la cercanía del servicio, y hasta seis veces más si se complementaban con regalos. La gente no estaba en general en contra de las vacunas, pero necesitaban más facilidades o incluso estímulos para contrarrestar las dificultades.
En 1997, el entonces presidente de México, Ernesto Zedillo, encargó al economista Santiago Levy diseñar una estrategia para ayudar a la gente más pobre. Levy construyó el programa PROGRESA (actual PROSPERA), consistente básicamente en dar determinados subsidios a las familias si cumplían ciertos requisitos, como llevar a los niños periódicamente a los centros de salud y asegurarse de que iban a la escuela.
La propuesta recibió numerosas críticas, pero Levy guardó un as bajo la manga: como el programa debía introducirse por fases, lo diseñó de forma que podían estudiarse sus resultados, al comparar las zonas en las que se había puesto en marcha con aquellas en las que aún no se había instaurado.
Los datos fueron abrumadores: la medida aumentó un 60% las visitas médicas, disminuyó las tasas de enfermedad un 23% e incrementó en un 8% la matriculación en las escuelas. El programa se mantiene desde entonces a pesar de los cambios de gobierno, e iniciativas similares se han implantado en numerosas zonas de Latinoamérica.
Ensayos controlados: del medicamento a la política
Los dos ejemplos mencionados pertenecen a lo que se conoce como ensayos controlados, una suerte de estudios clínicos como los que suponen la principal referencia de las investigaciones médicas. Son la piedra de toque capaz de determinar si un tratamiento es eficaz o si lo es más que otro que ya está funcionando. En ellos hay varios grupos de personas teóricamente similares, comparables. A unos se les da un tratamiento (una intervención, un programa social) y a otros otro diferente; en algunos casos, simplemente se observan.
Como comenta Kiko Llaneras, coautor del libro sobre la crisis política La urna rota y colaborador de EL ESPAÑOL, "estos estudios permiten obtener mucha información, porque mantienen los factores externos constantes". Si no se comparan grupos similares y solo se analizan los resultados de un programa "en bruto" se pueden cometer graves equivocaciones.
Por ejemplo, "un programa de vuelta al empleo en el contexto de una crisis puede parecer que funciona, pero en realidad quizás lo esté haciendo porque el contexto ha cambiado y se ha iniciado una recuperación", afirma Llaneras. Disponer de varios grupos con diferentes programas (o en algún caso sin ellos) permite dilucidar qué parte se debe a la situación global y qué parte a la propia iniciativa.
"En algunos países como Reino Unido o Estados Unidos ya hay ciertas iniciativas que tratan de aumentar el aporte de información científica a los gobiernos, pero es un proceso lento, y que desde luego no ha llegado a la opinión pública", asegura Llaneras. En La urna rota se comenta: "Jamás los vemos (a los políticos) asumir algo evidente: que hay asuntos complicados sobre los que no es posible tener una posición rotunda. Excepto, claro está, si esa rotundidad es infundada".
Una de las evidencias en política es que los recursos son limitados, por lo que necesariamente deberían optimizarse. Para Llaneras muchos de los programas hasta ahora "se han decidido por consenso, o porque parecen razonables, pero sin evidencia objetiva". Extender el uso de este tipo de estudios a las decisiones políticas permitiría no solo diseñar estrategias más eficientes, sino también "no usar recursos que no funcionan o que incluso pueden resultar contraproducentes". Porque las evidencias que resultan son a veces de lo más contraintuitivas.
En los años 70 comenzó en los Estados Unidos una iniciativa llamada Scared Straight (Enderezar con miedo). Consistía en organizar encuentros entre delincuentes juveniles y niños en situaciones de riesgo con criminales encarcelados. La teoría decía que si se exponía a los primeros a las posibles consecuencias de cometer un crimen tendrían menos tendencia a cometer actos de delincuencia. Y así parecía ser: cuando se comparaban las tasas entre los participantes antes y después del programa, el éxito era del 94%. El programa se extendió y se exportó a diferentes países.
Sin embargo, años después se hicieron diversos ensayos controlados. Los participantes se dividían aleatoriamente en dos grupos: unos seguían el programa y otros no, y después se comparaban sus efectos. La conclusión fue que, en contra de lo esperado (y de lo que parecían indicar los débiles estudios previos), los que seguían la iniciativa cometían más crímenes que los que quedaron fuera. De hecho, se calculó que los costes del programa, teniendo en cuenta la inversión y los resultados, eran hasta 30 veces mayores que los beneficios.
Desde la ayuda al desarrollo al freno de la corrupción
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se estima que la ayuda a los países subdesarrollados ha superado los 16 billones de dólares (14,7 billones de euros). Sin embargo, en muchos casos apenas se sabe si la inversión ha sido eficaz. Un ejemplo lo supone el Proyecto Aldeas del Milenio (Millenium Villages Project), que comenzó en 2004 y opera en 10 países del África subsahariana. Cuando los responsables del estudio trataron de evaluar su impacto, terminaron reconociendo que su diseño impedía hacer un verdadero análisis, y tuvieron que retractarse del que previamente habían hecho en la revista The Lancet. Ahora, todo el proyecto está rediseñándose para ser más transparente y poder obtener conclusiones fiables.
Pero este tipo de estudios puede analizar campos muy diversos. También la corrupción. Uno de los trabajos más comentados fue realizado en Indonesia, aprovechando la puesta en marcha de un plan nacional de construcción de infraestructuras. El politólogo Ben Olken estudió diferentes aldeas. En algunas se avisaba de que las autoridades locales analizarían la gestión local y multarían o incluso condenarían desviaciones en los gastos. En otras se tomaron iniciativas para que la sociedad civil controlara a los gestores. ¿Las conclusiones? Sólo la primera medida resultaba eficaz. Aunque en el segundo caso los ciudadanos participaron activamente en las reuniones de gestión y decisión, no disminuyeron significativamente las tasas de corrupción. De hecho, aunque se redujeron mucho en los gastos por mano de obra, una gran parte se desviaba al gasto de materiales.
Una metodología científica: ¿la solución definitiva a la crisis política?
A pesar del gran valor que la información científica o la procedente de este tipo de estudios puede tener a la hora de tomar decisiones políticas, también existen limitaciones. Una de ellas son sus tiempos, a veces muy diferentes a los de la escena política (aunque la evaluación continua permite asegurar y consolidar iniciativas como el programa PROGRESA, a pesar del baile de ideologías en los gobiernos). En general debería servir de complemento, pero no como tabla absoluta de salvación.
Algunas limitaciones son de de tipo técnico: problemas muy complejos de tipo macroeconómico (como el valor de la austeridad) apenas pueden estudiarse mediante este tipo de aproximaciones, al menos a través de ensayos controlados. Otras son de tipo ideológico. Así lo piensa Llaneras, para quien existe a veces "cierta pulsión tecnocrática, pensando que esto va a resolver la política, pero no es así, porque siempre habrá dilemas que sopesar y que no tienen una respuesta técnica. Por ejemplo, la tensión entre seguridad y libertad individual, o la disyuntiva entre construir universidades en todas las provincias para integrar el territorio frente a favorecer la calidad a costa de una mayor desigualdad entre regiones. Incluso si deben prevalecer políticas para el presente o para el futuro".
Según Llaneras, "esta información puede iluminar dilemas para ver qué bienes están en tensión". Este experto aboga por un empoderamiento científico de la administración, en un paisaje en el que los políticos son los que deciden qué se quiere conseguir y los técnicos trabajan por identificar y emplear la mejor manera de conseguirlo. Y, en todo este proceso, una constante: "Las políticas públicas deben poder evaluarse, porque no hay nada que no tenga costes. Aunque eso suponga un problema para los políticos, que suelen plantear sus programas como buenos en sí mismos y para todo el mundo".
El Centro Común de Investigación, información científica para gobernar
El Centro Común de Investigación (Joint Research Centre, JRC) es un servicio científico de la Comisión Europea formado por siete institutos cuya labor es ofrecer consejos a partir de distintos tipos de información científica al gobierno de la Unión Europea. Sus áreas de estudio son numerosas e incluyen por ejemplo agricultura, energía, transporte o la repercusión del cambio climático, y también campos como la innovación, la educación o incluso políticas antifraude.
Uno de sus centros (el Instituto de Prospectiva Tecnológica - IPTS) se encuentra en Sevilla. Según Fernando Hervás, jefe de proyecto en la Unidad de Crecimiento basado en el Conocimiento, lo que allí se hace es generar evidencias basadas en investigaciones científicas que apoyen la toma de decisiones políticas. "Recogemos y combinamos o incluso generamos datos propios que luego son analizados. Por ejemplo sobre la inversión en I+D de las empresas y la relación que existe con sus ventas y su capacidad de generar empleo", comenta a EL ESPAÑOL.
Además, aunque sus informes no son vinculantes "sirven para dar apoyo a los responsables del diseño e implantación de las políticas, participando por ejemplo en el análisis de alternativas y en la cuantificación de los impactos esperados", añade el experto.
Sin embargo, todavía existen limitaciones. Una de ellas es el cortoplacismo que suele acompañar a las decisiones políticas y el hecho de que los estudios pueden tener resultados negativos, aunque eso sirva para redirigir los recursos. "Es difícil para los políticos asumir el problema de que algo puede no funcionar", asegura Hervás. "En una reciente discusión en un foro internacional en el que participé, se preguntaban cómo puede ser que no se hubieran previsto ni se tuvieran los mecanismos necesarios para afrontar situaciones como la crisis financiera o la más reciente de los refugiados; o que no se pongan en marcha proyectos piloto para encontrar nuevas fórmulas allí donde los instrumentos existentes son claramente ineficaces".