En la Venecia del siglo XVIII, la de Goldoni y Casanova, un médico de prestigio y alcurnia falleció por un extraño mal. Comenzó como un insomnio empecinado, rigidez en el cuello, pupilas contraídas y sudoración continua. Los remedios que conocía y los que le administraron sus colegas no atajaron la enfermedad a medida que se sumía en el deterioro físico, la desesperación y la demencia. Para cuando murió, la dolencia ya se había extendido por su aristocrático linaje. Hoy, sus descendientes conocen los síntomas. Saben que, cuando los sufran, será el principio del fin.
El mal que sufría el médico no fue catalogado hasta fecha muy reciente: Insomnio Familiar Fatal, FFI en sus siglas en inglés. Y forma parte de un tipo de patologías que tampoco parecían posibles décadas atrás, las enfermedades priónicas. La indagación de este misterio médico es el hilo conductor de La familia que no podía dormir (Libros del K.O.) del periodista de The New Yorker T. D. Max. El autor logró traspasar la desconfianza de los familiares para hablar de lo que trataban como un secreto familiar. Contribuyó a ello que compartiera su propio caso: sufre un trastorno neurodegenerativo que aún no han logrado diagnosticar.
Se trata de un viaje fascinante desde los canales venecianos a los pasillos nocturnos de los institutos de neurología, de las glorias y miserias de la carrera por el Nobel a los susurros sobre canibalismo en las selvas de Papúa Nueva Guinea. Y a la crisis de las Vacas Locas en Europa, con las mezquindades y torpezas en boca de políticos que aún guardamos en la memoria. Tal camino nos conduce al prión, una forma de proteína defectuosa tan destructiva que logra provocar enfermedades que pueden ser tanto hereditarias como infecciosas, e incluso presentarse espontáneamente.
Se trata de un descubrimiento reciente y controvertido. Desde la primera edición de la obra, explica T. D. Max a EL ESPAÑOL por correo electrónico, "se han publicado varias investigaciones importantes que aumentan la probabilidad de que la teoría del prión sea correcta, y nada en el sentido contrario. A mi entender, la comunidad científica se ha reconciliado con la idea de que los priones pueden ser infecciosos".
El prión no es una forma de vida como un virus o una bacteria. Por lo tanto, es increíblemente difícil de destruir. En el caso de encefalopatías del ganado como la tembladera ovina o la mencionada enfermedad de las Vacas Locas, pueden persistir en el mismo campo décadas después de la esterilización. Las proteínas deben plegarse para funcionar, pero el prión causa un defecto formando agregados nucleicos, estructuras extremadamente sólidas de fibras insolubles, las placas amiloides, que matan las neuronas, perforando literalmente agujeros en el cerebro.
Con la crisis de las Vacas Locas se dio a conocer la enfermedad priónica más prevalente, la de Creutzfeldt-Jakob, cuyos síntomas se confunden a menudo con el Alzheimer. La muerte por FFI, describe Max, es aún más cruel. Puede alargarse meses. Las lesiones priónicas en el tálamo destruyen la capacidad del cuerpo para regularse y pasar de la vigilia al sueño. El metabolismo pasa a funcionar continuamente a pleno rendimiento, de ahí la sudoración. Se pierde peso a marchas forzadas. De la simple intranquilidad por la noche en vela, el paciente pasa a sufrir espasmos y alucinaciones. En la fase final entra en un coma en el que todavía mantiene un grado de conciencia, como un retorcido sueño lúcido.
Malditos por el canibalismo
Otra de las enfermedades priónicas mejor descritas es el kuru, el "temblor" que azota a los Fore, una etnia de Papúa Nueva Guinea. Occidente entró en contacto con el mal cuando Australia intensificó sus expediciones tras la II Guerra Mundial. Los enfermos,en su mayoría mujeres y niños, tiritaban como de frío en pleno trópico y mostraban en casos un rictus sonriente. Cuando los médicos trataron de aplicar calmantes a los enfermos, los síntomas empeoraron. Los indígenas suplicaron al hombre blanco que dejase de intentar combatir con su "magia" el maleficio.
En el trabajo de desentrañar el kuru confluyen dos investigadores que ganarían sendos premios Nobel: Daniel Carleton Gajdusek, el virólogo que llegó a la isla en los años 50 y, tras extensos análisis y teorizar que se trataría de un "virus lento", terminó relacionando el mal con la enfermedad de Creutzfeld-Jacob. El testigo lo retomó el neurólogo y bioquímico Stanley Prusiner que, al describir el tipo de infección provocada por un agente proteínico que desencadena los pliegues patógenos, acuño el término prión.
Pero la clave la dio un matrimonio de antropólogos, Ronald y Catherine Berndt, al revelar que los Fore habían adoptado ritos de canibalismo funerario. A los niños y mujeres se les daba de comer el cerebro del difunto, en el que se concentrarían los priones si era portador del kuru. La enfermedad tiene una latencia de entre 10 y 50 años, lo que explica que matase todavía a ancianas hace una década. Remontándose a las pruebas de canibalismo que se remontan a 750.000 atrás en Atapuerca, Burgos, Max concluye que el consumo de carne humana extendió los priones por nuestra especie, algo que solo logró frenarse al convertirse en tabú.
Las 'vacas locas' pudieron ser una catástrofe
Que el contagio por priones sea más complicado cuando se consume la carne de un animal de otra especie es lo que evitó que, entre los años 80 y 90, en Gran Bretaña "solo quedasen vivos los vegetarianos", según escribe Max. La prioridad de los gobiernos de Margaret Thatcher y John Major fue la de proteger la industria cárnica, que llevaba décadas hinchando a su ganado con proteínas de origen animal. Así, unas 200.000 vacas infectadas, y entre 600.000 y 1,6 millones de reses con indicios de la enfermedad, terminaron en la cadena alimentaria. Los casos de Creutzfeldt-Jakob son raros, pero el contagio habría sucedido entonces.
En la España de los noventa, la crisis sanitaria nos dejó la estampa del ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, engullendo pepitos de ternera en público, y a la ministra de Sanidad, Celia Villalobos, asegurando que no había ningún riesgo en hacer caldo con hueso de vaca pero que usásemos "hueso de cerdo" para mayor tranquilidad. Resulta que el desastre comunicativo de las autoridades británicas fue aún mayor. El ministro John Gummer escenificó dar de comer una hamburguesa a su propia hija. La niña puso tal cara de disgusto que "hacer un Gummer" pasó a ser una expresión común de fracaso.
"Las autoridades nunca fueron lo bastante valientes como para enfrentarse a la crisis" - denuncia Max. "El único motivo por el que millones de personas no enfermaron fue porque los priones no cruzan bien la frontera entre la especie bovina y humana. ¡Tuvimos suerte! Creo que las crisis alimentarias son un área de gobernanza particularmente débil por el dinero que representan. En contraste, nadie cría mosquitos, así que nadie pone en duda las causas de la malaria".
El trabajo de documentación de Max arroja una visión escéptica sobre la investigación médica y las políticas sanitarias. Gadjusek aparece retratado como antojadizo y obsesionado por las costumbres pedófilas de Oceanía (paso un año en prisión después de que uno de los numerosos adolescentes de origen nativo con los que convivía le denunciase). Prusiner, como un ególatra que boicotea a los colegas que pueden hacerle sombra, rentabiliza la fama y la fortuna que le ha deparado el prión y disfruta especialmente de que el patógeno suene igual que su nombre.
El periodista revela que este último Nobel llegó a sugerirle que encontraría una cura para su propia enfermedad. "Hace muchas promesas que quedan en nada" - valora. "Mi propio diagnóstico sigue siendo un enigma. Pero mi debilidad no ha progresado en veinticinco años y estoy agradecido por ello. De sentirme desafortunado cuando comenzaron mis problemas a los veintitantos, ahora me considero un privilegiado por no tener los peores. ¿No es esto lo propio de la condición humana?"