El médico que se jugó la vida con cloroformo para acabar con el parto con dolor
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Dicen que la casa de Sir James Young Simpson, en el centro de Edimburgo, era un punto de referencia para los intelectuales escoceses a mitad del siglo XIX. El sentido del humor, el interés por todo tipo de conocimientos y la mente abierta de este polifacético científico lo hicieron posible, aunque se le conoce principalmente por un descubrimiento: el uso del cloroformo como anestésico en humanos, lo que contribuyó a derribar la idea de que el parto debía ser doloroso.
Este singular personaje nació en una aldea en 1811 y completó los estudios de Medicina cuando apenas había cumplido 18 años, tan pronto que no le dejaron ejercer hasta años más tarde. Su interés se centró en la obstetricia y nunca paró de darle vueltas al problema de cómo facilitar el parto.
Por eso desarrolló un sistema de extracción de vacío pensado para este fin, un precursor de la ventosa obstétrica que no llegaría hasta un siglo más tarde. También inventó el fórceps de Simpson, un instrumento con forma de tenazas que sirve para extraer al feto y que mejoraba otros similares que se habían utilizado hasta entonces.
Asimismo, realizó estudios sobre la sepsis puerperal, una infección que puede afectar tanto a las mujeres tras un parto como a los recién nacidos, y defendió el papel que las matronas podía jugar en los hospitales.
En definitiva, pocos médicos se habían ocupado tanto de este tema, pero quedaba una cuestión fundamental y casi tabú: los terribles dolores de las madres en los nacimientos. Lejos del modélico método de investigación científica que empleaba habitualmente, llegó a resolver el problema de una extraña manera.
Hasta entonces, se había empleado el éter como anestésico, pero dejaba mucho que desear, entre otras cosas, porque irritaba los pulmones de los pacientes. El cloroformo se había inventado en 1831 y sus capacidades anestésicas ya se habían comprobado en animales, pero nadie había dado el paso de usarlo con pacientes por miedo a sus efectos.
El obstetra había decidido que lo mejor era experimentar en sí mismo y con gente de confianza, especialmente sus colegas George Keith y James Matthew Duncan, así que quedaban en la ilustre casa de Simpson al atardecer para aspirar por la nariz todo tipo de compuestos y comprobar sus efectos.
Un experimento de alto riesgo
El 4 de noviembre de 1847 le tocaba el turno al cloroformo. Los tres amigos lo inhalaron y quedaron inconscientes toda la noche. La verdad es que tuvieron mucha suerte: una dosis mayor podría haberles provocado la muerte, pero a la mañana siguiente recuperaron el conocimiento con la satisfacción de haber encontrado una poderosa herramienta para la medicina.
Simpson lo llevó a su terreno y rápidamente comenzó a probarlo en partos, empezando por su sobrina Petrie. El cloroformo era ideal, porque eliminaba el dolor pero no las contracciones. Pero entonces se creó una tremenda controversia porque muchos interpretaban que un parto sin dolor era contra natura y contra la voluntad de Dios, expresada en el libro del Génesis.
Hasta que entra en escena otro ilustre personaje de la medicina británica del siglo XIX, John Snow. Era el encargado de asistir a la reina Victoria durante el nacimiento del príncipe Leopoldo, en 1853, y decidió administrarle pequeñas dosis de cloroformo. El éxito personificado en la monarca más poderosa del mundo acabó con el debate religioso.
Contra la homeopatía
Sin duda, esta fue la gran aportación de Simpson a la humanidad, aunque su biografía incluye otros episodios en los que logró hacer prevalecer a la ciencia sobre la superstición. Por ejemplo, se dedicó a estudiar las ideas de Samuel Hahnemann, el fundador de la homeopatía, y llegó a la conclusión de que no tenían ningún fundamento. Hasta escribió un libro sobre ello. Curiosamente, casi dos siglos después algunos aún no se han enterado.
Entre otras curiosidades, también se interesó por la arqueología y el hermafroditismo (ese sí que era un tema tabú en la época) y quizá hubiera realizado muchas más aportaciones si la muerte no le hubiera sorprendido en 1870, a los 58 años. Su enorme popularidad hizo que más de 100.000 paisanos acompañasen el cortejo fúnebre, según las crónicas de la época.
Hoy en día, su casa en el número 52 de Queen Street es la sede de una organización benéfica llamada Simpson House, que trata de apoyar a personas afectadas por el consumo de alcohol y drogas.