La Revolución Francesa también hizo posible una revolución en la alimentación: la invención de las conservas. Nicolás Appert, cocinero y pastelero, fue el héroe que ganó la batalla a un enemigo invisible, los microorganismos, aunque él no sabía que existían.
Instalado en París desde 1874, montó una confitería y participó activamente en los primeros sucesos de la Revolución, pero cuando llegó el periodo del Terror acabó encarcelado. Parece ser que en esa época comenzó a darle vueltas a su idea de prolongar la vida útil de los alimentos y cuando recuperó la libertad intentó ponerla en práctica.
Tras mucho experimentar dio con la solución. El procedimiento consistía en cocinar los alimentos en cazuelas normales, introducirlos en frascos de cristal grueso de boca ancha y taparlos con corchos que iban sujetos con alambre y lacre. De esta manera, quedaban cerrados herméticamente y se procedía a calentarlos en agua hirviendo durante bastante tiempo.
Con esta técnica, los alimentos no sólo se conservaban, sino que mantenían sus propiedades organolépticas durante meses. Appert envió muestras de sus alimentos envasados a la Marina francesa que batallaba en el Mediterráneo.
Hasta entonces, en situaciones como las travesías marítimas o largas campañas militares, sólo se podían consumir ciertos alimentos conservados en sal o ahumados, porque todo lo demás era perecedero, así que no era posible comer frutas ni verduras y el acceso a carnes y pescados era muy limitado. Por eso, este hallazgo fue un acontecimiento extraordinario para las tropas francesas y más teniendo en cuenta que el propio Napoleón estaba convencido de que una buena alimentación era esencial para que sus ejércitos pudieran triunfar.
Appert fue premiado en 1810 con 12.000 francos por el conde Montelivert, ministro napoleónico, y decidió invertir el dinero. Además de publicar un libro titulado El arte de conservar animales y vegetales durante muchos años, una obra que trata por primera vez este tema y que detalla cómo envasar más de 50 alimentos, montó una fábrica que iba a estar destinada principalmente a dar de comer a los soldados de Napoleón y que se desarrolló muy rápido en muy poco tiempo.
El fin del negocio
Sin embargo, su proyecto personal, que nació con la Revolución Francesa, también iba a morir con ella, ya que los combates contra los prusianos destruyeron sus instalaciones en 1814. Al final murió en 1841 solo y arruinado, y fue enterrado en una fosa común.
En realidad, nunca llegó a saber por qué funcionaba su appertización, algo que explicó décadas más tarde por su compatriota Louis Pasteur, que citó a Appert en sus obras para describir que su método lograba esterilizar los alimentos, acabando con los microorganismos que los echaban a perder.
El cocinero nunca llegó a patentar su invento y la historia de las conservas iba a transcurrir por otro camino. Otro francés, Philippe de Girard, se fijó en el trabajo de Appert y trató de hacer lo mismo pero aportando una innovación importante: los envases iban a ser latas cilíndricas y botes de hierro forjado, con menor riesgo de romperse, pero fue el inglés Peter Durand el que presentó la patente. Esto ya se parece mucho más a nuestras conservas actuales.
El abrelatas
Faltaba un pequeño detalle. En sus primeras épocas había que abrir las latas a martillazos… o como se pudiera. Tuvieron que pasar décadas para el material con el que se hacían fuese progresivamente más ligero, facilitando su apertura, hasta que en 1870 el estadounidense William Lyman inventó un abrelatas con una rueda cortante. Entonces sí, por fin, las conservas revolucionaron la alimentación.