Carlos Alcaraz es un joven tenista de 17 años al que muchos consideran “el nuevo Rafa Nadal”. Una de las imágenes más impactantes de los últimos días en términos pandémicos es la de este chico saliendo de su hotel en Melbourne después de dos semanas confinado, en plena noche, sin mascarilla y echándose a correr por la calle.
La libertad es eso, piensa el espectador cuando ve aquello y se le salta una lágrima. Efectivamente, en Australia, como en Nueva Zelanda, la libertad es posible: aunque los neozelandeses son aún más precavidos en cuanto a los actos públicos, sus vecinos ya van llenando campos de baloncesto, de fútbol y por supuesto de tenis con aforos bastante generosos, con mascarilla opcional y sin apenas distancia de seguridad. ¿Motivo? Allí, el virus ya no existe o es completamente residual.
La estrategia "contagios cero" te lleva a la normalidad. Es muy complicada y uno puede pensar que también te puede llevar a la soledad, es decir, que Australia y Nueva Zelanda queden aún más aislados del resto del mundo por su política de obligar a una cuarentena de catorce días a cualquiera que pretenda entrar en el país.
Lo que pasa es que si comparamos esa soledad posible con la soledad real de morir en una planta de hospital sin nadie a quien agarrar siquiera la mano, igual no es para tanto. De hecho, no hay que descartar lo contrario: que Oceanía se convierta pronto en un destino deseado por cientos de miles de personas huyendo de la anormalidad. Que, igual que ha mejorado su economía en comparación con occidente, también mejore su turismo o, incluso, su capacidad para captar talento ajeno.
El reto es intentar pensar qué va a ser de nosotros, los “convivientes” del virus. Recientemente, el epidemiólogo alemán Christian Drosten manifestaba su pesimismo a corto y medio plazo. Creo que es bueno que los epidemiólogos sean pesimistas en público porque luego, si se equivocan, nadie va a reprocharles nada, pero esa es otra historia.
Drosten cree que cuando la gran mayoría de las poblaciones occidentales queden vacunadas, se intentará volver a una normalidad imposible. Olvidaremos las precauciones, nos creeremos invencibles y eso tendrá consecuencias en forma de nuevos contagios, hospitalizaciones, UCIs colapsadas y fallecimientos. ¿Tantos como ahora? Probablemente no, pero suficientes como para dificultar mucho el día a día de los sistemas sanitarios.
Aparte, una sociedad que deja al virus “vivo”, es decir, que mantiene una pequeña transmisión comunitaria, casi inapreciable, que no mata demasiado con lo que los medios pueden volver a ocuparse de los escándalos políticos de turno, es una sociedad que corre un riesgo enorme.
El riesgo de la 'mutación aleatoria'.
Este concepto es clave en la teoría de la evolución y explica cómo unas especies consiguen adaptarse al medio y otras no. Frente a la creencia en un plan predeterminado, una mutación beneficiosa “buscada” de alguna manera por las necesidades de la especie, existe la mutación espontánea, que en principio no sirve para nada pero que acaba seleccionando.
Si surge una variante -sea la británica, la sudafricana, la brasileña…- que es capaz de derrotar a los anticuerpos generados por las vacunas, tendrá mucha más población por dónde transmitirse y obviamente acabará siendo la predominante en cualquier país.
Esta mutación puede llegar o no. El hecho de que cada vez que aparezca una variante nueva, haya que hacer estudios para comprobar si las vacunas nos defienden o no, deja bien a las claras la amenaza a la que nos enfrentamos, que no es otra que la del desconocimiento.
No sabemos lo suficiente del virus como para saber cómo puede afectar una mutación aleatoria que desafíe nuestras defensas adquiridas. Unos pueden decir que es imposible y otros pueden decir que es muy probable, pero en realidad no lo saben. Puede pasar. Puede no pasar. Ahora bien, el riesgo está ahí y no es cualquier riesgo: si eso sucediera, volveríamos a marzo de 2020, con lo que eso significa en términos económicos, sociales y sobre todo sanitarios.
Los mayores de 70 años, los enfermos crónicos, etc. tendrían de nuevo que enfrentarse a una enfermedad mortal y sus secuelas. El resto de la sociedad quedaríamos expuestos también a la muerte, por supuesto, pero sobre todo a unas semanas angustiosas, hospitalizaciones larguísimas, respiradores y una posible trombosis o similar a los cuatro meses.
Investiguemos el ejemplo de Manaos, en Brasil, que quizá sea justo el contrario al de Australia y Nueva Zelanda. En Manaos se hizo un estudio de seroprevalencia que demostraba que el 70-75% de la población tenía anticuerpos que les defendían del coronavirus.
Es cierto que no hay consenso acerca de la validez de ese estudio, pero sí la hay acerca de que no puede haberse equivocado por mucho. Pongamos que el 50-60% de la población de esta ciudad del Amazonas haya pasado por la enfermedad en algún momento del pasado año y conserve su inmunidad. Según la teoría, eso garantizaría una transmisión escasísima del virus al haber logrado, prácticamente, la famosa “inmunidad de rebaño”. En ese caso, ¿cómo es posible que estén repuntando los casos en el último mes y pico y vuelvan las fosas comunes?
En primer lugar, la experiencia Manaos, donde, como se puede ver en el gráfico superior, ya casi ha muerto en proporción el doble de personas que en la media del país, nos habla de la casi imposibilidad de conseguir la inmunidad grupal sin vacunas de por medio… pero también nos da un ejemplo de lo que nos puede pasar incluso en países vacunados.
De repente, aparece una cepa o una variante (y la brasileña empezamos a verla ya fuera de sus fronteras), pasa desapercibida entre ese mínimo de transmisión que estamos permitiendo y apenas controlando en medio de la euforia, y para cuando nos queremos dar cuenta tenemos un tsunami encima. ¿Que luego podríamos cortar el brote pronto ajustando la vacuna y que eso, al parecer, es muy sencillo? Estupendo, pero nos va a exigir un esfuerzo constante de atención y secuenciación al que no sé si todos los países van a estar dispuestos.
En España, hasta el momento, nos hemos encontrado lo que hemos ido buscando. Y hemos buscado lo que de antemano esperábamos encontrar, así que nos ha quedado un círculo vicioso formidable.
La estrategia “contagios cero”, por supuesto, evita todo eso. O al menos en principio. Si consigues reducir al mínimo la transmisión, a un mínimo que realmente puedas controlar y vigilar sin grandes esfuerzos, ninguna variante va a llegar lejos. Aíslas y eliminas. Paras dos semanas y funcionas sin ningún problema durante meses. Económicamente, ha sido un éxito, y explicarlo todo por la distancia geográfica es un poco reduccionista.
Las distancias geográficas a estas alturas del desarrollo humano importan lo justo. Al mantra obsceno de “negociación” con el virus, es decir, de la “necesidad” de mantener nuestras sociedades abiertas incluso a la transmisión comunitaria porque merece la pena económicamente, se le oponen los datos de nuestras antípodas. Sus economías apenas cayeron en el pasado 2020 y desde luego no al 11% del PIB.
Por supuesto, también podría no pasar nada. Podría no haber variantes ni cepas peligrosas, podríamos quedar protegidos durante años y años sin más necesidad que un recordatorio puntual. El problema es que no lo sabemos y llevamos más de dos millones de muertos en el mundo en aproximadamente doce meses. Dos millones de muertos.
Hemos perdido todo sentido de la decencia y el pudor con los números. Solo en España, probablemente sean unos 80.000. Más los causados por una deficiente asistencia sanitaria derivada de los distintos colapsos. Todos necesitamos salir de nuestros hoteles y correr en la noche libres, sin protecciones, ser como Carlos Alcaraz durante al menos un tiempo. Pero para eso hay que hacer algo antes. Puede que lo que estemos haciendo no sea suficiente. Permanecer siempre en guerra acaba desgastando a cualquiera.