De Fernando Simón se pueden decir muchas cosas, pero nadie va a negar su carisma. Se ganó a la gente. Para bien o para mal, eso sería otro debate, pero con su pinta de científico loco, su pelo gris rizado, su barba sin afeitar y su gesto de preocupación mezclado con alguna sonrisa y alguna anécdota desengrasante, se convirtió en poco tiempo en una figura pop: camisetas con su nombre, pintadas en las calles, entrevistas en los programas reservados a estrellas de la canción o la tele… Fernando Simón, desde marzo hasta, pongamos, octubre, fue una figura polarizadora en este país porque todos le escuchábamos. Algunos para rebatirle, desesperados, y otros para quedarse más tranquilos. Pero le escuchábamos.
¿Qué es ahora de Fernando Simón, el ídolo de masas, el villano por excelencia? Poca cosa. La fatiga pandémica, la misma que nos lleva a aceptar más de 3.000 muertos cada semana mientas miramos el móvil en el metro rumbo al trabajo, se lo ha llevado por delante.
A nadie le interesa ya lo que diga Fernando Simón porque ha encontrado otras formas, mejores o peores, de informarse. Cuando Fernando Simón empieza a hablar de una tendencia, la tendencia ya está consolidada, cuando habla de una variante, ya conocemos todos los detalles, causas y consecuencias.
Incluso su labor de oráculo, tan necesaria en un momento en el que necesitábamos saber qué iba a ser de nosotros, ha quedado demasiado desprestigiada tras tanto error de cálculo y, sobre todo, tras tanta torpeza comunicativa. Muy simpático, el científico, pero, ¿qué ha dicho exactamente?
Durante unas semanas, se especuló con la idea de que la salida de Salvador Illa supusiera la de Fernando Simón como portavoz. No ya como director del CCAES, que prácticamente ha construido él de la nada, sino como figura que se expone dos veces por semana al escrutinio público de medios y espectadores.
No ha sido así porque no tenía mucho sentido quemar a alguien más en esa labor. Una labor, por lo demás, que ya tiene poco sentido: ni Fernando Simón ni el CCAES coordinan nada ahora mismo.
La última vez que sabemos que el Gobierno central decidió hacer algo relativo a la pandemia fue cuando ordenó el estado de alarma en la Comunidad de Madrid. Lo hizo mal -sin acuerdo con la comunidad en cuestión- y tarde -la alarma ya estaba controlándose con medidas que se demostraron acertadas- y con un paraguas algo extraño en forma de acuerdo no unánime en el Consejo Interterritorial.
Desde entonces, del Ministerio de Sanidad se ha sabido muy poco. Centraliza el reparto de vacunas, sí, pero los acuerdos en temas de prioridades, grupos de riesgo, y cualquier tema medianamente práctico han dependido siempre del Consejo Interterritorial.
Por lo demás, la gestión sanitaria de la enfermedad y la de la administración de las distintas dosis está en manos por completo de las 17 comunidades autónomas, que se coordinan solo consigo mismas. Las dos veces -Asturias en la segunda ola y Castilla y León en la tercera- que dos comunidades han pedido el paraguas legislativo para endurecer las medidas pactadas en tiempos de bonanza la respuesta ha sido idéntica: “Apañaos con lo que tengáis, no contéis con nosotros”.
En ese contexto, ¿qué pinta Fernando Simón? Como apuntaba recientemente Rafael Matesanz sobre Salvador Illa, Simón ha quedado como un mero “comentarista de la situación”.
Sale, comenta los gráficos, deja un par de apuntes más o menos acertados, contesta preguntas con cara cada vez de mayor impaciencia y hasta tres o cuatro días después no se vuelve a saber nada de él. La decisión de Sanidad ya en verano de ni siquiera actualizar sus datos nacionales en fin de semana -un auténtico escándalo- hace que cada vez más gente mire hacia su comunidad, sus datos, su propia manera de gestionarlos y las explicaciones de los Antonio Zapatero o los Josep María Argimon de turno en lugar de esperar el comentario de Simón, que, casi por definición, llega tarde: tanto CCAES como el Carlos III como el ministerio no hacen sino elaborar sobre los datos que ya han publicado previamente las comunidades autónomas.
Hombre tranquilo, Simón rara vez pierde la calma. Si se pone serio y didáctico, normalmente es porque los ciudadanos hemos hecho algo mal. Nunca él ni el Ministerio, por supuesto. Les hemos desbaratado sus planes con nuestra incompetencia y nos toca sermón desde el púlpito.
Ahora bien, la cosa viene cambiando. No se le ha dado mucha trascendencia, pero Simón lleva tiempo mandando mensajes que pasan desapercibidos porque ni siquiera el Gobierno que le puso ahí se preocupa de escuchar sus ruedas de prensa. Antes del puente de diciembre dijo claramente: “Cuidado con este puente, lo que hagamos puede determinar lo que pase en Navidades” y, efectivamente, las incidencias empezaron a subir en Madrid y Cataluña entre otras comunidades tras el 8 de diciembre para dispararse después de Nochevieja.
Nadie hizo caso entonces a la advertencia. Simón vino a decir: “Si el puente de la Constitución se da mal, será imposible mantener el acuerdo para Navidades”, pero el puente se dio mal y ahí siguió el acuerdo vigente.
Cuando le preguntaron la semana pasada por las palabras de la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, acerca de la posibilidad de “salvar la Semana Santa”, Simón puso la cara y el tono que generalmente reserva tan solo para comentar alguna decisión de Isabel Díaz Ayuso.
Aunque intentó matizar todo lo que pudo su respuesta, la misma no dejó lugar a dudas: “No sé ni cuándo cae la Semana Santa, tenemos una incidencia que no nos permite pensar en eso”. Puro sentido común, quizá lo que hubiéramos pedido desde el principio. El papel de Simón durante todo este largo año ha sido el de “tranquilizador oficial”. Ahora que la gente está, quizá, excesivamente tranquila, puede que su rol cambie. Demasiado tarde, en cualquier caso, puesto que nadie escucha. Y ahí, Simón, que en su momento vivió la vida como un quinto Beatle, queda como lo que siempre debió haber sido: un científico, punto. Ni dios ni monstruo. Mortal.