En el tsunami de la primavera de 2020, Alemania despertaba todo tipo de sospechas: no se concebía que sus datos pudieran ser tan buenos. No es que no hubiera casos y desde luego no es que no hubiera muertos… simplemente la tasa de mortalidad se mantenía en niveles demasiado cercanos al 1% mientras que en España, en Francia, en Italia o en Reino Unido rozábamos el 10%.
Las teorías de la conspiración llenaron las redes sociales: seguro que están ocultando la realidad o la están dulcificando. La hipótesis principal al respecto fue que Alemania no contaba a todos los muertos que habían dado positivo en la prueba de la Covid-19 sino solo a aquellos cuya muerte se entendía que estaba causada exclusivamente por dicha enfermedad.
Obviamente, no era así. Alemania llevaba una contabilidad pulcrísima e incluso mejor que la que llevábamos nosotros, que nos dejábamos a miles por las esquinas, completamente superados por la pandemia.
Lo que pasaba era que hacían muchos más tests, detectaban más y no se centraban solo en los casos más graves con un final más triste. En ese sentido, Alemania fue durante meses la gran referencia.
No solo por la gestión de sus cifras sino por su sentido común y su prudencia, ejemplificados en las lágrimas de Merkel al prever la segunda ola o en los discursos duros, pétreos, de Christian Drosten, el virólogo jefe, con más afinidad por las teorías de Margarita del Val que por las de Fernando Simón.
Tal vez por esa imagen de eficacia germana, veíamos con cierta envidia las noticias que nos decían: “Van a vender tests en los supermercados” o cuando leíamos “Van a habilitar centros de vacunación por todo el país” sin entender lo que eso significaba, esto es, un evidente problema de atención primaria.
El asunto, esta vez, no era imitar a Alemania, sino alegrarse de que no estábamos en su situación. Los términos medios no se dan bien en nuestro país, casi siempre entre la euforia y el complejo, pero en este caso concreto, España tiene muchos motivos para estar orgullosa: su red de atención primaria, sus numerosos centros de salud repartidos por todo el país cubrían la suficiente población y con la suficiente diligencia como para no tener que recurrir a excentricidades.
Cuando uno tiene que poner el test en un supermercado para que la gente lo compre y se lo hagan ellos mismos como puedan (y gestionen después esa información) es porque no hay una estructura digna de ese nombre en materia de vigilancia, detección y rastreo.
Y así, cada vez que mirábamos la curva de contagiados de Alemania, siempre baja y plana, decíamos: “Vaya, qué bien les va” sin acabar de entender por qué eran cientos los muertos que notificaban cada día. De repente, la tortilla se había dado la vuelta: mientras las tasas de mortalidad de los países mediterráneos bajaban hasta situarse en torno al 2,5-3%, la de Alemania subía para encontrarse en el mismo umbral pero en sentido contrario.
En la actualidad, según los datos del portal Worldometers, Alemania ocupa el 31º puesto en número de tests por habitantes… en toda Europa. La proporción en España (16º lugar) es casi un 80% mayor. Solo dieciséis de los cuarenta y siete países que aparecen en el listado hacen menos tests que los alemanes y hay que tener en cuenta que esas cifras son totales y que Alemania partió con mucha ventaja, es decir, que si restringiéramos los datos a los últimos tres o cuatro meses probablemente fueran aún más duros con la realidad del país presidido aún por Angela Merkel.
Recurrir a un supermercado y a un “hágaselo usted mismo” es mala señal… y algo parecido sucede cuando tienes que habilitar farmacias o centros sociales para vacunar a la población.
Se podría entender en un escenario en el que unos países tuvieran muchas más dosis que otros y tuvieran que ponerlas a toda velocidad antes de que perdieran su eficacia, pero no es el caso.
Cuando Pedro Sánchez anunció la campaña de vacunación en España, habló de 13.000 puntos preparados para inocular dosis a partir del 27 de diciembre. La cifra coincidía con el número de centros de salud (3.000) y consultorios públicos (10.000) que dependen de las distintas autoridades sanitarias.
Mientras, Alemania hablaba de velódromos, aeropuertos y todo tipo de lugares exóticos donde pudiera concentrarse un alto número de gente para ir vacunándolas en masa. Sonaba bien pero en el fondo era un recurso desesperado para cuando no tienes una estructura de atención primaria sólida y eficaz.
Tres meses después, los resultados son claros: pese a lo aparatoso de la estrategia alemana, el 8,2% de la población ha recibido la primera dosis de la vacuna y el 3,6% ha recibido ya las dos.
En España, ciñéndonos a los centros de salud y hospitales -con algunas excepciones más publicitarias que otra cosa tipo Wanda Metropolitano-, el 9,2% de la población ha recibido al menos una dosis y el 4,8% ya ha completado el ciclo.
De hecho, mientras España está ligeramente por encima de la media de la Unión Europea, vemos que Alemania está ligeramente por debajo. No es una diferencia descomunal, pero prueba que el recurso a grandes superficies suele tener más que ver con el caos organizativo que con la eficacia, por bien que quede en los telediarios.
De hecho, las críticas de la oposición al gobierno de Merkel están siendo intensas en este sentido, acusando como es habitual de improvisación. Algo de eso hay, sin duda. Tampoco se salva de esa improvisación las decisiones en materia de restricciones que se amplían y se reducen con demasiado poco tiempo de diferencia frente al desasosiego general.
Alemania es un país que siempre ha preferido pecar por exceso que por defecto, pero obviamente no todo el mundo está de acuerdo con ese enfoque como no lo están en ningún país. Hay un aroma de fin de ciclo en todo lo que rodea a la política alemana y todo lo relacionado con el coronavirus no podía escapar al mismo.