El guion de El juego del calamar, la nueva producción de Netflix, llevaba 10 años acumulando polvo en el cajón de su director Hwang Dong-Hyuk. Sus líneas esconden un argumento de crítica al afán por conseguir el éxito y el status en la sociedad coreana, pero con una alegoría permanente del más puro sadismo. Los nueve capítulos abrazan dilemas existenciales y seducen la mente de los espectadores a través de las conclusiones en las que ya bucearon experimentos sociales que resultaron controvertidos para la comunidad científica.
La serie, convertida en la más vista de la historia de la plataforma, muestra cómo 456 desconocidos -todos endeudados-, aceptan participar en un juego que les promete millones de wones (la moneda coreana). Atrás queda su libertad. La necesidad prima y la supervivencia, pronto, también. Las reglas antes de comenzar son claras: el jugador no puede dejar de jugar, el jugador que se niegue a jugar será eliminado y los juegos terminarán si así lo acuerda la mayoría. Lo que no dicen es que el que pierda, morirá, y por cada muerte, el premio final será mayor.
Los jugadores, enfundados en pijamas verdes numerados, duermen cada día en literas ubicadas en un gran almacén a la espera de la siguiente prueba. Sus secuestradores, con monos rojos, máscaras y armas, les presentan el juego a vida o muerte. El miedo respira en sus nucas, pero con un aire de melancolía, porque los artífices de este juego macabro acuden a juegos infantiles para poner a prueba las capacidades de los participantes.
La esencia de la serie recuerda a un suceso que tuvo lugar en 1971: el experimento de la cárcel de Stanford. Convertido en uno de los estudios psicológicos más famosos de la historia, varios investigadores liderados por Philip Zimbardo -profesor de psicología en la Universidad de Stanford- pretendían conocer la influencia de un ambiente extremo en la vida del preso y las conductas que podían desarrollar. Para ello, se reclutó, por un lado, a voluntarios que ejercerían de guardias en una prisión ficticia.
El estudio fue subvencionado por la Armada de los Estados Unidos. Buscaban una explicación a la violencia en las prisiones. Así, Zimbardo y su equipo se propusieron investigar las conductas y simular una cárcel en el sótano del departamento de Psicología de la Universidad de Stanford.
La cordura no duró mucho entre los presos ficticios, que eran jóvenes universitarios, y los falsos prisioneros, voluntarios armados con porras, uniformes militares y gafas de espejo que impedían el contacto visual -algo utilizado para crear sentimiento de despersonalización-. El experimento se descontroló y los prisioneros sufrieron y aceptaron un tratamiento sádico a manos de los guardias. A los seis días, el estudio se canceló.
Guillermo Fouce, profesor en psicología social en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), explica que el experimento de la cárcel de Stanford es un clásico de la psicología que demuestra cómo asumimos y cumplimos los roles que nos son asignados. Llevado a un límite cuestionado por la comunidad científica, el estudio de Zimbardo analiza "la asunción de roles de manera aleatoria y se encuentra la maldad", cuenta el psicólogo. "Aparecen el pensamiento grupal, la violencia, la imitación", añade, y la gente acaba desarrollando una serie de conductas en las que fuerza al otro a doblegarse. "Lo que acaba concluyendo es que no podemos explicar la realidad sólo por variables individuales, porque en las circunstancias adecuadas todos podríamos ser asesinos en potencia".
Como apunta Fouce, este dilema ético se plantea de igual forma en El juego del calamar. "La imitación y la competencia son las que producen una serie de dinámicas que nos llevan más allá de lo que seríamos capaces de hacer individualmente", cuenta. En su opinión, la serie plantea preguntas como hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar, y dilemas morales. "Nos cuestionan", asegura, y muestran una situación en la que "si digo sí a algo pequeño, tenderé a decir que sí a algo más grande".
El experto recuerda otro experimento que guarda las pulsiones básicas de la serie de Netflix. En 1963, años antes del que llevó a cabo Zimbardo, Stanley Milgram inició un estudio similar en la Universidad de Yale. El objetivo era conocer cómo un participante podía llegar a obedecer las órdenes de una autoridad, aunque entrasen en conflicto con la conciencia y valores personales. Un experimento que trataba de explicar cómo tanta gente pudo colaborar con el régimen nazi y con los crímenes que cometieron.
La teoría de la cosificación es una de las conclusiones que pueden extraerse de este experimento y que establece el fundamento del respeto a la autoridad. Como ocurre con los secuestradores en El juego del calamar, los soldados seguirán, obedecerán y ejecutarán órdenes e instrucciones dictadas por los superiores bajo la premisa de que la responsabilidad de sus actos recae en sus superiores jerárquicos. Tanto unos como otros, cuenta Fouce, "se atreven a hacer cosas que no harían de manera individualizada".
Un juego 'inocente'
La serie, explica Fouce, se sirve de detalles importantes para la psique humana. Los jugadores se ven obligados a participar en pruebas que, en realidad, son juegos infantiles. Para Fouce, "son juegos que conocemos y son inocentes", por lo que "juegan con eso, porque cuando es un juego de la infancia, no va a pasar nada".
La escena especialmente cruenta que muestra uno de los capítulos, en el que los jugadores comienzan a matarse entre sí, bucea en algunas cuestiones fundamentales de la psicología social. Como cuenta Fouce, la competitividad es un factor esencial para generar un conflicto o una guerra, porque "genera identidades distintas y un objetivo que conseguir".
La asociación por grupos y la batalla campal que se crea en una de las escenas de El juego del calamar esconde otro aspecto primordial en psicología como es el poder de la imitación cuando nos vemos sometidos a determinadas situaciones sociales. Según Fouce, en este sentido cobra importancia el contexto y la persona.
Una imitación que, en cierto modo, puede ser trasladada al espectador. "Es un tema muy controvertido", reconoce el psicólogo, pero en el caso de la serie, "es peligroso desvirtualizar la violencia, porque juego a ser violento y no veo las consecuencias que tiene". Cuenta que este tipo de contenidos "pueden llevar a la reproducción" como ha ocurrido con otro tipo de juegos virales. Ya hay en las redes sociales quien denuncia que los menores juegan en el patio del colegio a Luz verde, luz roja, una de las pruebas incluidas en la serie de Netflix, en la que los niños simulaban los disparos y las muertes como ocurre en El juego del calamar.
Ahora bien, ¿por qué está teniendo tanto éxito esta serie coreana? Para Fouce la explicación está en que recoge una de las emociones básicas más universales y que más se consumen: la violencia. Además, desliza una suerte de identificación con el sistema en el que los participantes nunca sienten que ganan. "Esconde un descrédito de las instituciones y conecta con un clima cultural y una forma de hacer las cosas", cuenta el experto, quien concluye que si hay algo positivo que puede extraerse de estas series es que "incentivan la reflexión moral sobre cómo somos y por qué hacemos lo que hacemos".