En 1996, Irve LeMoyne, un contralmirante de la Marina de Estados Unidos que acababa de superar un cáncer de cabeza y cuello, regaló a su hospital una pequeña campana de bronce. En la Marina es tradición tocar tres veces la campana para señalar que la tarea ha sido concluida con éxito y LeMoyne, sin saber, estaba inaugurando esa misma tradición en el tratamiento del cáncer.
Hoy, 26 años después, más de 60 hospitales en Estados Unidos han incorporado una campana, por lo general en el hospital de día o la zona de consultas, que hacen sonar aquellos pacientes que finalizan su tratamiento. La tradición se ha extendido a otros países, como Reino Unido, donde una asociación ha instalado 148 campanas en otros tantos hospitales. En España hay algunos centros, como el Virgen de la Victoria de Málaga, que la han instalado, si bien no es algo extendido de momento.
Sin duda es un momento emotivo. Un vídeo colgado en Twitter por el periodista Sébastien Mélières muestra a una joven paciente haciendo sonar la campana tras "9 meses de tratamiento, 17 quimioterapias y 31 radioterapias", acumulando más de 6.000 retuits y 54.500 'me gusta'.
Envuelta en aplausos y con enfermeras animándola con pompones, la chica rompe a llorar y abraza a sus padres. La emoción desborda la escena y los comentarios. Muchas personas lo han retuiteado esperando que un familiar, o ellos mismos, pueda hacer el mismo gesto en un futuro cercano. Pero, como todas las escenas virales, lo que hay detrás puede ensombrecer una escena en principio tan positiva. De hecho, el vídeo original procede de la web francesa Le Mèdia Positif, que busca precisamente eso: contenido optimista.
Así lo alertan algunos oncólogos que han contestado al retuit. "A mí me parece que puede ser un arma de doble filo… ¿Qué pasa con los que nunca pueden tocar la campana? ¿Y si la tocas y recaes?", reflexionaba Joaquim Bosch Barrera, especialista en el Hospital Dr. Josep Trueta.
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Otros especialistas han mostrado también sus reticencias a la llamada 'campana del superviviente'. Javier Resa, experto en cuidados paliativos, lo califica de "una moda importada más que puede resultar cruel con otros pacientes" y en una entrada de su blog va más allá, hablando de "mala práctica, por más que se plantee con buenas intenciones". El psico-oncólogo Miguel Mediavilla la tacha de "mala idea" y se pregunta "¿qué sucede con los que no pueden tocarla y además la escuchan?".
"Hace un par de años alguien comentó lo de la campana y absolutamente todos los miembros de la plantilla estábamos de acuerdo", cuenta a EL ESPAÑOL Álvaro Rodríguez Lescure, jefe del servicio de Oncología del Hospital General Universitario de Elche. El consenso era negativo: "Si podemos ofender, molestar o incordiar a los pacientes, ¿qué necesidad hay para hacerlo?"
El oncólogo, que fue presidente de la Sociedad Española de Oncología Médica, SEOM, entre 2019 y 2021, entiende el valor simbólico y positivo de ese campanazo esperanzador. "El problema es que se suelen poner en hospitales de día, zonas de consuta, etc. donde hay muchos perfiles diferentes de pacientes en tratamiento. Si tienes programados seis meses de quimioterapia con intención curativa queda muy emotivo cuando tocas las campana, pero en la misma sala hay pacientes que nunca la van a tocar, aquellos que enfermedades metastásicas, en tratamiento paliativo, etc."
"A veces no es justo"
Con la popularización de las redes sociales y los vídeos virales, la campana del superviviente es muy tentadora e incluso puede tener el valor positivo de animar a la gente a donar para la investigación del cáncer. Pero el vídeo no muestra las situaciones de las personas que rodean al afortunado o afortunada que golpea con ilusión el badajo.
En la revista JAMA Oncology, Kevin J. Gale, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Minnesota, contaba cómo su madre, paciente de cáncer colon, le dijo que había escuchado por primera vez esa campana a lo lejos. A pesar de ser una mujer alegre y optimista, ese día sus ojos se llenaron de lágrimas. "Simplemente, a veces no es justo, Kevin. ¿Por qué ella y no yo?", recuerda que le dijo.
Un artículo de opinión en otra revista médica de prestigio, el British Medical Journal, se mostraba más contundente: es hora de acabar con la campana de 'final del tratamiento'. "Parece ser un fenómeno de hoy en día que todo tenga que ser celebrado de forma ruidosa y descarada", comenta Jo Taylor, paciente de cáncer de mama y fundadora de la asociación de pacientes After Breast Cancer Diagnosis. "Para aquellos que vivimos con un cáncer recurrente que tiene poca probabilidad de curar, oír esta campana es como recibir una patada en los dientes".
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No se trata de no celebrar. "Hay personas que celebran yéndose a comer, o de viaje", comenta Rodríguez Lescure. También los equipos de Oncologían dan detalles simbólicos a sus pacientes, o un certificado: algo simbólico con lo que celebrar que lo más duro ha pasado sin tener que restregarlo a los pacientes que allí seguirán.
El efecto que producen en otros pacientes no es lo único perjudicial de este gesto. Un estudio realizado en 200 personas concluía que tocar la campana el último día del tratamiento con radioterapia empeoraba la angustia sufrida por los pacientes, algo que persistía a lo largo de los meses siguientes.
La excitación emocional de la campana acababa no asociándose con el final del tratamiento sino con el propio tratamiento y la experiencia sufrida, empeorando las sensaciones negativas vividas.
Además, el final del tratamiento no implica el final de la experiencia del paciente. Las revisiones, el miedo a una recidiva… forman parte de un segundo viaje, el de "vivir con una historia personal de cáncer", explicaba Robin J. Bell, editora de la revista científica enfocada en la salud de la mujer Climacteric.
Si el cáncer no es una única enfermedad sino varias y muy distintas, no hay dos pacientes de cáncer iguales, ni que vivan ese viaje de tantas etapas (diagnóstico, tratamientos, recuperación, revisiones, etc.) de la misma forma. La alegría de una persona que finaliza el tratamiento esconde muchos miedos e inseguridades propios y también impacta en los de aquellas personas que han compartido, voluntaria o involuntariamente, parte de ese viaje.