La investigación farmacológica de las últimas décadas ha contribuido enormemente a mejorar nuestras vidas. Sin embargo, también nos expone a una sobremedicalización, es decir, al uso innecesario o excesivo de medicamentos e intervenciones médicas con un beneficio poco claro.
Es un fenómeno creciente en las sociedades modernas que puede reconocerse en todas las etapas vitales: desde el embarazo y el parto hasta la vejez. Tiene consecuencias no deseadas y representa, por tanto, un reto importante para nuestra sociedad.
Recetas sin ton ni son
La sobremedicalización –el disease mongering (promoción de enfermedades) de los anglosajones– es el resultado de diferentes intereses comerciales y deficiencias del sistema.
En ocasiones, la industria farmacéutica convierte a profesionales de la salud y pacientes en la diana de agresivas campañas de marketing que promocionan terapias para aliviar síntomas comunes y prevenir o tratar procesos que aparecen o empeoran de forma natural en situaciones de la vida cotidiana. Es el caso de la astenia primaveral, el síndrome postvacacional, trastornos del sueño y cambios ligados a la edad como la calvicie, la pérdida de masa ósea, la disfunción sexual o el déficit de síntesis de vitamina D.
La indicación y utilización de medicamentos de manera excesiva e innecesaria suele ir, otras muchas veces, precedida de un sobrediagnóstico. Así se llama al diagnóstico de una o varias condiciones que, de no haber sido identificadas, probablemente nunca habrían llegado a manifestarse ni, por tanto, a tratarse.
En este sentido, se ha estimado que hasta el 30 % de la atención médica que se presta es de bajo valor o contribuye a desperdiciar recursos, y que un 10 % incluso tiene un efecto nocivo. El sobrediagnóstico tiene consecuencias negativas sobre la salud pública, la economía y el medio ambiente.
Exceso de oxitocina y antibióticos
Ejemplos de sobremedicalización pueden identificarse en todas las etapas de la vida, comenzando por el embarazo y el parto. La atención segura y adecuada a la madre durante estos procesos es confundida a veces con un excesivo intervencionismo, aun cuando no existe riesgo de complicaciones.
Un ejemplo es la administración de oxitocina, que reciben frecuentemente las mujeres para acelerar las contracciones, aun teniendo un riesgo bajo de parto prolongado. Sin embargo, además de reducir la capacidad de las gestantes para experimentar el parto de manera natural y autónoma, expone a riesgos y efectos secundarios tanto a la madre como al bebé.
Otro grupo afectado por la utilización innecesaria o excesiva de medicamentos es la población infantil. Los antibióticos representan probablemente el ejemplo más conocido y preocupante. Con frecuencia, estos fármacos son demandados por padres y recetados por pediatras para tratar patologías agudas de origen vírico, como la mayor parte de las infecciones respiratorias agudas.
Por ejemplo, un trabajo realizado en Aragón (España) mostró que, en un año, casi la mitad de los niños de 0 a 14 años recibieron al menos un antibiótico con esta indicación.
Sin salirnos del ámbito infantil, también cabe citar aquí la prescripción de tratamientos psicotrópicos tras un diagnóstico de trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Además de existir dudas sobre un posible sobrediagnóstico, es destacable que intervenciones no farmacológicas, que han mostrado ser efectivas, no suelen ser prioritarias.
A más edad, más pastillas
En la etapa adulta, la prevención de las enfermedades crónicas más frecuentes (como la enfermedad cardiovascular) mediante el control de sus factores de riesgo (como el colesterol, la diabetes o la hipertensión) se convierte en una prioridad.
Teniendo en cuenta el alto porcentaje de población tratada con esos fármacos, cabría esperar una reducción importante en la carga de las citados problemas de salud. Sin embargo, dichos medicamentos no llegan a evitar, en muchos casos, las condiciones que pretenden prevenir. Se debe principalmente a la falta de adherencia al tratamiento, es decir, porque los pacientes no lo toman o lo toman solo a veces.
El desconocimiento sobre cómo administrar los medicamentos, la aparición de efectos adversos o la baja percepción del riesgo cuando no hay síntomas explican este fenómeno, que tiene un impacto económico y clínico. Por otra parte, su prescripción puede desviar la atención de las estrategias de prevención prioritarias, basadas en el estilo de vida.
Parece, pues, necesario replantear la necesidad de continuar recetando fármacos preventivos a individuos con bajo riesgo, lo que algunos han identificado con una sobremedicalización.
Cócteles de fármacos
Para finalizar, la polimedicación –es decir, la prescripción simultánea de al menos cinco fármacos– está presente en más de una cuarta parte de la población de edad avanzada de España. Aunque su uso podría justificarse por los múltiples problemas de salud que presentan los mayores, en ocasiones se trata de cócteles de medicamentos cuyo efecto no ha sido suficientemente estudiado en esos grupos de edad. Luego, una vez prescritos, son poco revisados o cuestionados, provocando una disminución de su calidad de vida.
El debate sobre si es adecuado iniciar o no un tratamiento en la población mayor, o sobre la necesidad de desprescribirles fármacos como las estatinas, las benzodiacepinas o los anticolinérgicos, es cada vez más frecuente. Se plantea especialmente en los casos de los pacientes más frágiles, con enfermedades terminales o que están en el final de la vida.
¿Qué posibles soluciones existen?
Desde una perspectiva de salud pública, el diseño de políticas multisectoriales que mejoren las condiciones de vida de la población reduciría, en gran medida, los problemas que están detrás de las situaciones que conducen a la sobremedicalización.
Además, el aumento de apoyo psicosocial a determinados grupos y el fomento de una educación para la salud por parte de profesionales sanitarios, medios de comunicación e instituciones permitirían dotar a la población de herramientas no farmacológicas para prevenir las principales enfermedades crónicas.
Finalmente, es clave asegurar la independencia y la fortaleza de las agencias reguladoras de medicamentos, así como controlar la publicidad y el marketing agresivo de terapias dirigidos a pacientes y profesionales. Resulta fundamental fomentar una medicina racional y centrada en las verdaderas necesidades del paciente.
* Sara Malo Fumanal es profesora de Salud Pública, Universidad de Zaragoza.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.