Delicado, suave, blando. Ésta es una de las acepciones que tiene la palabra muelle en español. Delicado, suave y blando también es el Mollete de Antequera. De ahí, de muelle, viene el término mollete.
Delicado, suave, blando, de forma elíptica plana y con un peso a partir de 100 gramos es el conocido mollete tradicional. Si lo encuentras de menos peso, de 55 a 99 gramos, es un mollete mediano, o pitufo. Si pesa menos de 55 gramos, pero también es un pan delicado, suave, blando, con poca cochura y, como sus hermanos mayores, tiene restos de harina por su corteza blanquecina, es un mollete pequeño, un manolito o un evento.
Así, con todos estos nombres según su tamaño, se conoce en Antequera a este pan que acaba de ser incluido por la Unión Europea en el registro de productos con Indicación Geográfica Protegida (IGP).
El mollete es hijo de los panes que hacían con poca levadura y una cocción leve los árabes y judíos en al-Ándalus entre los siglos XII-XV, aunque su comercialización masiva se dio más hacia el siglo XX. Juan Paradas Palacios fue un antequerano que recuperó la tradición del mollete a partir de 1939. Y su nieto, Juan Paradas Pérez, recogió el testigo de su abuelo y continúa haciendo molletes en Antequera. Pero no es el único, claro que no.
El mollete no es ese pan que te acabas a pellizcos en el camino de la panadería a casa. Es un pan con un 45% de humedad, que te pide a gritos un golpecito de calor, si no, no hay quien le vea la gracia. Pero, ay, parece muy sencillo tostar pan y no todo el mundo sabe hacerlo cuando se trata de molletes. La mayoría comete el sacrilegio de abrirlo por la mitad y ponerlo vuelta y vuelta en la tostadora o en la sartén. Cada vez que haces eso, un gatito antequerano muere.
Para comer mollete por derecho tienes que tostarlo entero, sin abrir. No te ansíes. Vuelta y vuelta unos minutos. Que se broncee, como se te broncea a ti la piel bajo el sol andaluz.
Entonces sí, ahora ábrelo. Y ahí, bajo esa costra fina que acabas de hacerle, aparece la miga de ese mollete delicado, suave, blando. Y humeante. Como recién hecho, conservando su hidratación. Pidiendo que le des alegría con un chorrete de aceite de la Sierra de Cazorla de Jaén. O el virgen extra ecológico cordobés de OleoGaia. O un AOVE de Antequera, que también tiene su D. O.
Y te pedirá también, porque los molletes son muy de pedir, que lo arropes con una lonchita de jamón de bellota de Huelva. O te dirá “vámonos para Guijuelo, prima”, entonces métele jamón Joselito.
Y tomate. Ponle un poquito de tomate maduro a eso, no seas sieso, que el tomate es fruta y no te va a hacer ningún mal. Y, ahora, otro secreto —catalanes, no miréis—, un mollete de Antequera se come con el tomate rallado o triturado, no restregado. La vida es así, no la he inventado yo.
Puede ser que hoy te hayas despertado flamenca. Pues, si tienes la suerte de estar en El Puerto de Santa María, vete al Bar Vicente y pídete un mollete (montadito le llaman ellos) de chicharrón con pringá. Ole. O de carne mechá. Arsa.
Ay, que no estás tú en El Puerto. Pues corre, encarga un tarro de zurrapa de lomo de El Bosqueño, que te la llevan a casa. O hazte en casa este pedazo de mollete de rabo de toro, como cuenta Clara Villalón en Cocinillas.
Y ya que has cortado el rabo, date una vuelta al ruedo para bajar todo esto. Otro día que me veas, me darás las gracias.