Comer. Comer después de llevar toda la mañana trabajando. Desde las 7 en pie, a veces antes. Las dos menos cuarto. Menos diez. Menos cinco. Ya queda poco para las dos. En nada salimos a comer.
Comer. Esa experiencia tan agradable. Comer con hambre, casi devorando. Alimentarte, sí. Y disfrutar, también. La aguja larga del reloj llega, por fin, al doce; la corta se clava en las dos. Es la hora de comer.
Y qué chasco cuando lo que te espera es comer de táper.
El táper. En principio, un buen invento. Puedes conservar alimentos y transportarlos de forma más o menos segura. Aunque ¿a quién no se le ha quedado el pollo sin salsa por ese táper traicionero que dijo “tranquila, yo cierro” y en pleno viaje en metro cambió de opinión?
Hay mucha variedad de táperes en el mercado. Y tú, espléndida, inviertes en los mejores. Si es de plástico, del bueno. Si es de cristal, mejor, es reciclable, se friega bien y no transfiere sabor a los alimentos.
Táperes sobrios, funcionales. O de dibujitos, como los bento, tan japos, tan cuquis. Pero, al fin y al cabo, un táper. Ese recipiente de pobres que hace que algo imprescindible y satisfactorio, comer, se convierta en un mero trámite, quitarse el hambre, cuando comemos de táper.
Siempre que tiramos de táper es por obligación. Porque no hay más remedio, o porque es el mal menor. No hay restaurantes cerca. No hay mucho tiempo para comer. No te lo puedes permitir. No sabes cocinar y te lo preparó mamá con todo su amor. Pero nunca nadie pronunció: “Hoy me voy a dar un capricho, hoy como de táper”.
En cambio, qué necesario es comer de táper cuando la distancia o la jornada laboral no te permiten ir a casa a comer y el sueldo no da para un menú a diario. Y, a veces, aunque te puedas permitir un menú todos los días, el estómago te pide un descanso. Porque un pescado insípido y seco cocinado en casa el día anterior es capaz de recomponer ese cuerpo que te deja un menú barato de lunes a viernes.
Cuánto conflicto trae comer de táper. Primero con uno mismo: ¿Qué necesidad hay de pasarse el día en la oficina, llegar a casa de noche y ponerse a hacer la cena y el táper del día siguiente? ¿Para esto trabajo? Comer, eso que da tanto placer, se convierte en un engorro con la jornada partida. Un trabajo, prepararse el táper, que no apetece hacer, porque es trabajo después del trabajo para mañana trabajar mejor. Y eso a mí me produce mucha tristeza.
Segundo, comer de táper siempre trae conflictos en la empresa. Las compañías no están obligadas por ley a habilitar una zona para comer en el centro de trabajo. Si tienen sentido común —qué peligroso dejar las cuestiones del sentido común a la buena voluntad de cada uno—, pondrán un espacio con un frigorífico, un microondas y mobiliario para comer. Pero si no quieren, apáñate y come frío en tu mesa.
Quizá ni siquiera puedas comer en tu mesa. Muchas veces por petición de la empresa, “la imagen”, ya sabes. Los robots no comen. Otras, por tu propio pudor: tienes compañeros y comer conlleva olores. Y, no es nada personal, pero por muy bien que oliese esa paella tan rica cuando la hacías en casa, después de horas en un táper, la cosa cambia. Y luego, el ruido. Comer puede llegar a ser muy ruidoso cuando se hace en un espacio en silencio. Sí, he visto documentales de leones engullendo cebras vivas haciendo menos ruido que algunos compañeros de trabajo ingiriendo macarrones delante de su ordenador.
Y, por último, el dilema de compartir comedor en tiempos de coronavirus. Hay PYMES que pasaron a la categoría de gran empresa por la cantidad de vidas propias que se formaron a partir de los restos de lentejas del microondas del trabajo.
La parte buena de comer de táper en el trabajo es que socializas. A mí un día un flan olvidado en el frigorífico del trabajo me preguntó por mis vacaciones. Al principio me asusté, pero luego le cogí más cariño que a muchos compañeros.