Un amigo que vive solo me contaba que desde que comenzó la epidemia hace el esfuerzo de poner la mesa en todas las comidas que hacía cada día. La pone bien, lo más bonita que puede, con mantel, bajo plato, servilleta de tela, una copa si bebe vino, un vaso de cristal si toma otra cosa, e intenta ir cambiado la vajilla, la cubertería y el mantel para no aburrirse.
A mi amigo no le gusta cocinar y come sólo cuando tiene hambre, pero se pierde por la estética de las cosas, así que entiendo perfectamente que no quiera renunciar a ese otro alimento que te proporciona el acto de comer: el placer de la mesa.
Esto no es nada nuevo. Brillat-Savarin en el libro Fisiología del gusto (1826) hablaba de la diferencia entre el placer de comer y el placer de la mesa. El primero, decía, nos es común a los animales y tiene que ver con la sensación natural del hambre o, cuando menos, de tener apetito. Lo segundo, el placer de la mesa, es exclusivo de los humanos y no exige hambre sino cuidados como preparar la comida, elegir el lugar, las personas que compartirán los alimentos y las cosas que rodean el acto de comer en sí, como platos, vajilla, adornos y la disposición de estos.
Cuando empezó la pandemia, pensé muchas veces en que afortunadamente vivíamos una pandemia “cómoda” donde no nos faltó nunca abastecimiento y los alimentos han llegado en perfecto estado a nuestra mesa, pero para muchos sentarse a la mesa en total soledad durante tanto tiempo iría pasando factura.
No habrán sido pocas las personas que intentaron imponerse una disciplina para no caer en el desorden vital absoluto, pero con el tiempo han pasado directamente a satisfacer el placer de comer y punto, olvidándose por completo del placer de la mesa.
Comenzarían comiendo en una bandeja algo cocinado y preparado con más o menos esmero. Poco a poco, por cansancio o aburrimiento, habrán acabado saciando su apetito con lo primero que pillan. Unas conservas de pescado y un yogur o algo poco elaborado. Y me pregunto cuánta gente llevará meses sin cocinar, comiendo lo que sea, porque para comer solos con cualquier cosa ya tiran. Cayendo en un bucle de apatía.
Es muy difícil mantener la motivación del placer de la mesa, como hace mi amigo, si siempre es esa misma mesa, los mismos platos y tú tu única compañía. Preparar una comida durante media hora —quizá más—, para comerla en 10 minutos —quizá menos—, mientras miras la tele intentando que no sea el ruido de tus mandíbulas la única “conversación” que te acompaña.
Contaba también Brillat-Savarin que han sido muchas las culturas las que han buscado siempre prolongar e intensificar el placer de la mesa. Primero lo intentaron por el lado fisiológico (se provocaban el vómito para poder comer más y, por tanto, disfrutar más y durante más tiempo). Más tarde, decidieron no luchar contra los límites de la naturaleza y alargaron el gozo de comer con accesorios: iluminación, espacio físico donde se celebraba la comida como jardines, bosques, utensilios como platos y vajillas, música, perfumes y decoración con flores. En las cortes de los reyes se comenzaron a contratar bailarines, malabaristas y actores que amenizaban el encuentro mientras se comía.
Y luego dicen que es difícil mantener viva la llama del amor. Pues anda que la del placer de la mesa… Y ya no digamos cuando en esa mesa ni siquiera se sientan más de dos.